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LGDLM cap 12 y 13

LGDLM cap 12 y 13

Arasay Santos

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In Chapter 12 of "War of the Worlds", the narrator decides to leave his house with the artilleryman and head towards London. He plans to take his wife to New Haven and leave the country due to the destructive power of the Martians. They encounter soldiers who are unaware of the danger and continue their journey to Weybridge. There is chaos and confusion in the town as people are packing their belongings and seeking refuge. They eventually reach Shepparton Lock, where they see a crowd of refugees trying to escape. Despite the growing fear, some people still underestimate the threat of the Martians. Soldiers offer no assistance, and the narrator notices the calmness on the other side of the Thames. LA GUERRA DE LOS MUNDOS CAPÍTULO NÚMERO 12 LA DESTRUCCIÓN DE WEYBRIDGE Y SHEPHERDSTON Al acrecentarse la luz del día, nos alejamos de la ventana desde la que habíamos observado los marcianos y descendimos a la planta baja. El artillero concordó conmigo que no era conveniente permanecer en la casa. Tenía pensado seguir viaje hacia Londres y unirse de nuevo a su batería, que era el número 12 de la artillería montada. Por mi parte, yo me proponía regresar de inmediato a Leatherhead, y tanto me había impresionado el poder destructivo de los marcianos, que decidí llevar a mi esposa a New Haven y salir con ella del país. Ya me daba cuenta de que la región cercana a Londres debía ser, por fuerza, el escenario de una guerra desastrosa antes de que se pudiera terminar con los monstruos. Pero entre nosotros y Leatherhead se hallaba el tercer cilindro con los gigantes que lo guardaban. De haber estado solo creo que hubiera corrido el riesgo de cruzar por allí, pero el artillero me disuadió. —No estaría bien que dejara viuda a su esposa, me dijo. Al fin accedí a ir con él por entre los bosques hasta Streetshopham, donde nos separaríamos. Desde allí trataría yo de dar un rodeo por Epsom hasta llegar a Leatherhead. Debía haber partido enseguida, pero mi compañero era hombre ducho en esas cosas y me hizo buscar un frasco que llenó de whisky. Después nos llenamos los bolsillos con bizcochos y trozos de carne. Salimos al fin de la casa y corrimos lo más rápidamente posible por todo el camino por el que viniera yo durante la noche. Las casas parecían abandonadas. En el camino vimos tres cadáveres carbonizados por el rayo calórico, y aquí y allá encontramos cosas que habían dejado caer la gente en su vida, un reloj, una chinela, una cuchara de plata y otros objetos por el estilo. En la esquina del correo había un carrito con unas ruedas rotas y cargado de cajas y muebles, excepción ella del orfanato que todavía estaba quemándose. Ninguna de las casas había sufrido mucho en esa parte. El rayo calórico había tocado la parte superior de las chimeneas y pasado de largo. Pero, salvo nosotros, no parecía haber un alma viviente en Maybury Hill. La mayoría de los habitantes había huido o estaban ocultos. Descendimos por el sendero, pasando junto al cuerpo del hombre vestido de negro y empapado ahora a causa de la lluvia de la noche. Al fin entramos en el bosque al pie de la cuesta. Por ahí avanzamos hasta el ferrocarril sin encontrar a nadie. El bosque del otro lado de los rieles estaba en ruinas. La mayoría de los árboles habían caído, aunque aún quedaban algunos que elevaban hacia los cielos sus troncos desnudos y ennegrecidos. Por nuestro lado el fuego no había hecho más que chamuscar los árboles más próximos sin extenderse mucho. En un sitio vimos que los leñadores habían estado trabajando el sábado. En un claro había troncos aserrados formando pilas, así como también una sierra con su máquina de vapor. No muy lejos se veía una chosa improvisada. No soplaba viento aquella mañana y reinaba un silencio extraordinario. Hasta los pájaros callaban, y nosotros, al avanzar, hablábamos en voz muy baja, mirando a cada momento sobre nuestros hombros. Una o dos veces nos detuvimos para escuchar. Al cabo de un tiempo nos acercamos al camino y oímos ruidos de cascos. Vimos entonces por entre los árboles a tres soldados de caballería que cabalgaban lentamente hacia Woking. Los llamamos y se detuvieron para esperarnos. Era un teniente y dos reclutas del octavo de Úsares que llevaban un heliógrafo. —Son ustedes los primeros hombres que vemos por aquí esta mañana —expresó el teniente. —¿Qué pasa? Su voz y su expresión denotaban entusiasmo. Los dos soldados miraban con curiosidad. El artillero saltó al camino y se cuadró militarmente. —Anoche quedó destruido nuestro cañón, señor. Yo me estuve ocultando y ahora iba en busca de mi batería. Creo que avistará a los marcianos a media milla de aquí. —¿Qué aspecto tienen? inquirió el teniente. —Son gigantes con armadura, señor. Miden treinta metros. Tienen tres patas y un cuerpo como de aluminio, con una gran cabeza cubierta por una especie de capuchón. —¡Vamos, vamos! —exclamó el oficial. —¡Qué tontería! —Ya verá usted, señor. Lleva una caja que dispara fuego y mata a todo el mundo. —¿Un arma de fuego? —¡No, señor! —repuso el artillero, y describió vívidamente el rayo calórico. El teniente le interrumpió en mitad de su explicación y me dirigió una mirada. Yo me hallaba todavía a un costado del camino. —¿Lo vio usted? —me preguntó el oficial. —Es la verdad —contesté. —Bien, supongo que también tendré que verlo yo. —volvióse hacia el artillero. —Nosotros tenemos orden de hacer salir a la gente de sus casas. Siga usted su camino y preséntese al brigadier general Mervyn. Dígale a él todo lo que sabe. —Está en Weybridge. —¿Conoce el camino? —Lo conozco yo —intervine. Él volvió de nuevo su caballo hacia el sur. —¿Media milla, dijo? —preguntó. —Más o menos —le indiqué hacia el sur con la mano. Él me dio las gracias, partió con sus soldados, y no volvimos a verlos más. Algo más adelante nos encontramos en el camino con un grupo de tres mujeres y dos niños que estaban desocupando una casucha. Habían se provisto de un carrito de mano y lo cargaban con toda clase de atados y muebles viejos. Estaban demasiado atareados para dirigirnos la palabra cuando pasamos nosotros. Cerca de la estación Weybridge salimos de entre los pinos y vimos que reinaba la calma en la campiña. Estábamos muy lejos del alcance del rayo calórico y de no haber sido por las casas abandonadas y el grupo de soldados de pie en el puente ferroviario, el día nos habría parecido como cualquier otro domingo. Varios carros avanzaban rechinantes por el camino de Adelson, y de pronto vimos por un portón que daba a un campo seis cañones de doce libras situados a igual distancia uno de otro y apuntando hacia Watling. Los artilleros estaban esperando junto a los cañones, y los carros de municiones se hallaban a poca distancia de ellos. —Así me gusta —dije—. Por lo menos harán blanco una vez. El artillero se paró un momento junto al portón. —Seguiré viaje —dijo. Más adelante, en camino hacia Weybridge y al otro lado del puente, había un número de reclutas que estaban haciendo un largo terraplén tras el cual vimos más cañones. En Bifred reinaba el mayor desorden. La gente empacaba sus efectos y una veintena de úceres, algunos desmontados y otros a caballo, llamaban a las puertas para advertir a todos que desocuparan sus casas. En la calle de la villa estaban cargando tres o cuatro carretones del gobierno y un viejo ómnibus, así como también otros vehículos. Había mucha gente, y la mayor parte vestía sus ropas domingueras. A los soldados les costaba mucho hacerles comprender la gravedad de la situación. Vimos a un anciano con una enorme caja y una veintena o más de tiestos de orquídeas. El viejo reñía al cabo que se negaba a cargar sus tesoros. Yo me detuve y le tomé del brazo. —¿Sabe lo que hay allá? —le dije indicando hacia los pinos que ocultaban a los marcianos. —La muerte —le grité. —¡Llega la muerte! ¡La muerte! Y dejándole que lo entendiera, si le era posible, seguí tras el artillero. Al llegar a la esquina volví la cabeza. El soldado había se apartado y el anciano seguía junto a sus orquídeas, mientras que miraba perplejo hacia los árboles. En Welbridge nadie pudo decirnos dónde estaba el cuartel general. En el pueblo reinaba la mayor confusión. Por todas partes se veían vehículos de los más variados. Los habitantes del lugar empacaban sus cosas con la ayuda de la gente del río. Mientras tanto, el vicario celebraba una misa temprana y su campana se hacía oír a cada momento. El artillero y yo nos sentamos junto a la fuente y comimos lo que llevábamos encima. Patrullas de granaderos vestidos de blanco advertían al pueblo que se fueran o se refugiaran en sus sótanos tan pronto como comenzaran los disparos. Al cruzar el puente ferroviario vimos que se habían reunido gran cantidad de personas en la estación y sus alrededores, y el andén estaba atestado de cajas y paquetes. Creo que se había detenido el tránsito ordinario de trenes para dar paso a las tropas y cañones de Chersey. Después me enteré que se libró una verdadera batalla para conseguir entrar en los trenes especiales que salieron algo más tarde. Nos quedamos en Weybridge hasta el mediodía y a esa hora nos encontramos en el lugar próximo a Shepparton Lock, donde se unen el Wey y el Thomasis. Parte del tiempo lo pasamos ayudando a dos ancianas a cargar un carro de mano. La desembocadura del Wey es triple, y en ese punto se pueden alquilar embarcaciones. Además, había un transbordador al otro lado del río. Sobre la margen que da a Shepparton había una posada y algo más allá se elevaba la torre de la iglesia de Shepparton. Allí encontramos una ruidosa multitud de fugitivos. La huida no se había convertido todavía en pánico, pero vimos ya muchas más gente de la que podía cruzar en las embarcaciones. Muchos llegaban cargados con pesados fardos. Hasta vimos a un matrimonio llevando entre ambos la puerta de un excursado en la que habían apilado sus posesiones. Un hombre nos dijo que pensaba irse desde la estación Shepparton. Huíanse muchos gritos y algunos hasta bromeaban. Todos parecían tener la idea de que los marcianos eran simplemente seres humanos formidables que podrían atacar y saquear la población, pero que al fin serían exterminados. A cada momento miraban algunos hacia la campiña de Chertsey, pero por ese lado reinaba la calma. Al otro lado del Támesis, excepto en los lugares donde llegaban las embarcaciones, todo estaba tranquilo, lo cual contrastaba con la margen de Surrey. Los que desembarcaban allí se iban andando por el camino. El transbordador acababa de hacer uno de sus viajes. Tres soldados se hallaban en el prado bromeando con los fugitivos sin ofrecerles la menor ayuda. La hostería estaba cerrada debido a la hora. —¿Qué es eso? —gritó de pronto un botero. En ese momento se repitió el sonido procedente de Chertsey. Era el estampido lejano de un cañonazo. Comenzaba la lucha. Casi inmediatamente empezaron a disparar una tras otra las baterías ocultas detrás de los árboles. Una mujer lanzó un grito y todos se inmovilizaron ante la iniciación de las hostilidades. No se veía nada, salvo la campiña y las vacas que pastaban en las cercanías. —Los soldados los detendrán —expresó en tono dubitativo una mujer que se hallaba próxima a mí. Sobre los árboles se elevaba una especie de neblina. De pronto vimos una gran columna de humo hacia la parte superior del río e inmediatamente tembló el suelo a nuestros pies y se oyó una terrible explosión, cuyas vibraciones hicieron añicos dos o tres ventanas de las casas vecinas. —¡Ahí están! —gritó un hombre de azul. —¡Allá! ¡¿No los ven?! Aparecieron uno tras otro cuatro marcianos con sus armaduras al otro lado de los árboles que bordeaban el prado de Chertsey. Iban caminando rápidamente hacia el río. Al principio parecían figuras pequeñas que avanzaban con paso bambuleante y tan raudo como el vuelo de un pájaro. Luego apareció el quinto, que avanzaba en línea oblicua hacia nosotros. Sus gigantescos cuerpos relucían a la luz del sol al avanzar hacia los cañones, tornándose cada vez más grandes a medida que se aproximaban. El más lejano blandía una enorme caja, y el espantoso rayo calórico que ya vi era yo en acción el viernes por la noche, partió hacia Chertsey y dio de lleno en la villa. Al ver aquellas criaturas extrañas y terribles, la multitud que se encontraba a orillas del agua quedóse paralizada de horror. Por un momento reinó el silencio. Después se oyó un ronco murmullo y un movimiento de pies, así como un chapoteo en el agua. Un hombre, demasiado asustado para soltar el bulto que llevaba, se volvió y me hizo temblar al golpearme con su carga. Una mujer me dio un empellón y pasó corriendo por mi lado. Yo también me volví con todos, mas no era tan grande mi terror como para impedirme pensar. Tenía en cuenta el mortífero rayo calórico. La solución era meterse bajo el agua. —¡Al agua! —grité sin que me prestaran atención. Me volví de nuevo y eché a correr hacia el marciano que se aproximaba y me arrojé al agua. Otros hicieron lo mismo. Todo el pasaje de una embarcación que volvía saltó hacia nosotros cuando pasé yo corriendo. Las piedras a mis pies eran muy resbaladizas y el río estaba tan bajo que corrí por espacios de seis metros sin hundirme más que hasta la cintura. Luego, cuando el marciano se hallaba apenas a doscientos metros de distancia, me introduje bajo la superficie. En mis oídos resonaron como truenos los chapoteos de los otros que se lanzaron al río desde ambas orillas. Pero el monstruo marciano nos prestó entonces tanta atención como la que hubiera adorgado un hombre a las hormigas del hormiguero cuyo pie ha destrozado. Cuando volví a sacar la cabeza del agua, el capuchón del gigante mecánico apuntaba hacia las baterías, que continuaban haciendo fuego desde el otro lado del río, y al avanzar puso en funcionamiento lo que debe haber sido el generador del rayo calórico. Un momento después estaba en la orilla y de un paso salvó la mitad de la anchura del río. Las rodillas de sus dos patas delanteras se doblaron en la otra margen y después se volvió a erguir en toda su estatura cerca ya de la villa de Shepperton. Entonces dispararon simultáneamente los seis cañones que estaban ocultos tras los últimos edificios de la aldea. Las súbitas detonaciones casi paralizaron mi corazón. El monstruo levantaba ya la caja del rayo calórico cuando la primera granada estalló seis metros más arriba del capuchón. Lancé un grito de asombro. Vi a los otros marcianos, mas no les presté atención. Lo que me interesaba era el incidente más próximo. Simultáneamente estallaron otras dos granadas cerca del cuerpo en el momento en el que el capuchón se volvía para ver la cuarta granada. El proyectil hizo explosión en la misma cara del monstruo. El capuchón pareció hincharse y voló en numerosos fragmentos de carne roja y metal reluciente. —¡Hizo blanco! —grité yo con entusiasmo. Oí los gritos de júbilo de los que me rodeaban, y en ese momento hubiera saltado del agua a causa de la alegría. El coloso decapitado se tambaleó como un gigante ebrio, mas no cayó. Por milagro recobró el equilibrio y, sin saber ya para dónde iba, avanzó rápidamente hacia Shepperton con la caja del rayo calórico sostenida en lo alto. La inteligencia viviente, el marciano que ocupaba el capuchón, estaba muerto y hecho trizas, y el monstruo no era ahora más que un complicado aparato de metal que iba hacia su destrucción. Adelantóse en líneas rectas incapaz de guiarse, tropezó con la torre de la iglesia, derribándola con la fuerza de su impulso, se desvió a un costado, siguió andando y cayó, al fin, con tremendo estrépito en las aguas del río. Una violenta explosión hizo temblar la tierra, y un manantial de agua, vapor, barro y metal destrozado voló hacia el cielo. Al caer en el río la caja del rayo calórico, el agua había se convertido enseguida en vapor. Un momento después, avanzó río arriba una tremenda ola de agua casi hirviente, y a la gente que trataba de alcanzar la costa, y oí sus gritos por el tremendo ruido causado por la caída del marciano. Por un instante, no presté atención al agua caliente, y olvidé que debía tratar de salvarme. Avancé a saltos por el río, apartando de mi paso a un hombre, y llegué hasta la curva. Desde allí vi una docena de botes abandonados que se emecian violentamente sobre las olas. El marciano yacía de través en el río, y estaba sumergido casi por entero. Espesas nubes de vapor se levantaban de los restos, y por entre ellas pude ver vagamente las piernas gigantescas que golpeaban el agua y hacían volar el barro por el aire. Los tentáculos se movían y golpeaban como brazos de un ser viviente, y salvo por lo incierto de estos movimientos, era como si un ser herido se debatiera entre las olas esforzándose por salvar su vida. Enormes cantidades de un fluido color castaño salían a chorros de la máquina. Desvió entonces mi atención un sonido agudo semejante al de una sirena. Un hombre que se hallaba cerca me gritó algo y señaló con la mano. Al mirar hacia atrás, vi a los otros marcianos que avanzaban con trancos gigantescos por toda la orilla del río desde la adhección de Chelsea. Los cañones de Shepperton volvieron a funcionar, pero esta vez sin hacer ningún blanco. Al ver esto, volví a meterme de nuevo en el agua, y conteniendo la respiración lo más que pude, avancé por debajo de la superficie hasta que ya no pude más. El agua se agitaba a mi alrededor y cada vez se tornaba más y más caliente. Cuando levanté la cabeza para poder respirar y me quité el agua y los cabellos de los ojos, el vapor se elevaba como una niebla blanca que ocultó al principio a los marcianos. El ruido era ensordecedor. Después los vi vagamente. Eran colosales figuras grises, magnificadas por la neblina. Habían pasado junto a mí y dos de ellos estaban agachando junto a los restos de su compañero. El tercero y el cuarto se hallaban parados junto a ellos en el agua, uno a doscientos metros de donde estaba yo y el otro hacia Leidaham. Levantaban los generadores del rayo calórico y barrían con él los alrededores. Todo a mi alrededor reinaba un desorden de ruidos ensordecedores. El metálico son de los marcianos, el estrépito de casas que caían, el golpe sordo de los árboles al dar en tierra y el crujir y bramar de las llamas. Un humo negro muy denso se mezclaba ahora con el vapor procedente del río, y al moverse el rayo calórico sobre Nebridge, su paso era marcado por relámpagos de luz blanca que dejaban una estela de llamaradas. Las casas más próximas seguían aún intactas, aguardando su fin, mientras que el fuego se paseaba tras ellas de un lado a otro. Por unos minutos me quedé allí, con el agua casi hirviente hasta la altura del pecho, azurdido por mi situación y sin esperanzas de poder salvarme. Vi a la gente que salía del agua por entre los cañaverales como ranas que escaparan ante el avance del hombre. Y de pronto, saltó hacia mí el resplandor del rayo calórico. Las casas se desplomaban al disolverse bajo sus efectos, los árboles se incendiaban instantáneamente. Corrió de un lado a otro por el caminillo, tocando a los fugitivos y llegando al borde del agua, a menos de cincuenta metros de donde me hallaba yo. Cruzó el río hacia Shepperton y el agua se elevó en una columna de vapor ante su paso. Yo me volví hacia la costa. Un momento más y una ola enorme de agua en ebullición corrió hacia mí. Lancé un grito de dolor y, escaldado, medio ciego y aturdido, avancé tambaleándome por el hirviente líquido para ir a la orilla. De haber tropezado, hubiera muerto allí mismo. Casi indefenso, a la vista de los marcianos, sobre el cabo desnudo que indica la unión del Huey y el Támesis, sólo esperaba la muerte. Tengo el recuerdo vago de que el pie de un marciano se asentó a una veintena de metros de mi cabeza, clavándose en la arena, girando hacia uno y otro lado y levantándose de nuevo. Hubo un lapso de suspenso. Después cargaron los cuatro los restos de su camarada y se alejaron al fin por entre el humo para perderse en la distancia. Entonces, poco a poco, me fui dando cuenta de que había escapado por milagro. Capítulo número 13 MI ENCUENTRO CON EL CURA Después de esta súbita lección sobre el poder de las armas terrestres, los marcianos se retiraron a su posición original del campo comunal de Horsfield, y en su apresuramiento, y cargados como iban con los restos de su compañero, dejaron de ver a muchos hombres que se encontraban en la misma situación que yo. Si hubieran dejado al gigante destruido y continuado hacia adelante, no habrían encontrado entonces nada que les impidiera llegar hasta Londres, y es seguro que hubiesen llegado a la capital mucho antes que se enteraran de su proximidad. Su ataque habría sido tan súbito y destructivo como lo fue el terremoto que asoló Lisboa hace ya un siglo. Mas no tenían prisa. Un cilindro seguía otro en su viaje interplanetario. Cada 24 horas se recibían refuerzos. Y mientras tanto, las autoridades militares y navales, conocedoras ya del terrible poder de sus enemigos, trabajaban con furiosa energía. Cada minuto se instalaba un nuevo cañón, hasta que antes de la anochecer había uno detrás de cada seto, de cada fila de casas, de cada loma entre Kingston y Richmond. Y en toda la extensión de la desolada área de veinte millas cuadradas que rodeaba el campamento marciano de Horsfield, se arrastraban los exploradores con los heliógrafos, que habrían de advertir a los artilleros la llegada del enemigo. Pero los marcianos comprendían ahora que teníamos un arma potente y que era peligroso acercarse a los humanos, y ni un solo hombre se aventuró a menos de una milla de los cilindros sin pagar su osadía con la vida. Parece que los gigantes pasaron la primera parte de la tarde yendo y viniendo de un lado a otro para trasladar toda la carga del segundo y el tercer cilindro, que estaban en Adelson y en Pitford, a su pozo original de Horsfield. Allí, sobre los bresos ennegrecidos y los edificios en ruinas, se hallaba un sendinera de guardia, mientras que los demás abandonaron sus enormes máquinas guerreras para descender al pozo. Allí estuvieron trabajando hasta muy entrada la noche, y la densa columna de humo verde que se levantaba del lugar pudo ser vista desde las colinas de Merrow y aún desde Bansad y Epsom Downs. Y mientras los marcianos a mi espalda se preparaban así para su próximo ataque, y frente a mí se prestaba la humanidad para la defensa, fui avanzando con gran trabajo en dirección a Londres. Vi un botecillo abandonado que iba sin rumbo corriente abajo, me quité casi todas mis ropas, alcancé la embarcación y logré alejarme de esa manera. No tenía remos, pero logré hacer avanzar el bote con las manos, poniendo rumbo a Haliford y Walton. Este trabajo me resultaba muy tedioso y constantemente miraba hacia atrás. Seguí río abajo porque consideré que el agua me brindaría la única oportunidad de salvarme si volví a los gigantes. El agua caliente corrió conmigo río abajo, de modo que por espacio de una milla apenas si pude ver la costa. A pesar de todo, una vez alcancé a divisar una fila de figuras negras que cruzaban corriendo la campiña desde Weybridge. Al parecer Haliford estaba desierto y varias de las casas que daban al río eran presas de las llamas. Poco más adelante, los cañaverales de la costa humeaban y ardían y una línea de fuego avanzaba por un campo de heno. Durante el largo tiempo me dejé llevar por la corriente, pues no me fue posible hacer esfuerzo alguno a causa del agotamiento que me dominaba. Luego me embargó de nuevo el temor y renové la tarea de impulsar el bote con las manos. El sol me quemaba la espalda desnuda. Al fin, cuando avisté el puente de Walton al otro lado de la curva, quedé completamente exhausto y desembarqué en la orilla de Middlesex, tendiéndome entre las altas siervas. Creo que serían las cuatro o las cinco de la tarde. Me levanté al fin y caminé por espacio de media milla sin encontrar a nadie y me tendí de nuevo a la sombra de un ceto. Creo recordar que durante esa caminata estuve hablando conmigo mismo sin saber qué decía. También sentía mucha sed y lamenté no haber bebido más agua. Lo curioso es que me sentí furioso contra mi esposa. No sé por qué, pero mi impotente deseo de llegar a Leatherhead me preocupaba en exceso. No recuerdo claramente la llegada del cura. Quizá me quedé dormido. Lo que sé es que le vi allí sentado con la vista fija en los resplandores que iluminaban el cielo. Me senté y mi movimiento atrajo su atención. —Tiene agua, le pregunté. Negó con la cabeza. —Hace una hora que pide usted agua, me dijo. Por un momento guardamos silencio mientras nos contemplábamos. Me figuro que habrá visto en mí a un ser muy extraño. No tenía otra ropa que los pantalones y calcetines. Mi espalda estaba enrojecida por el sol y mi cara ennegrecida por el humo. Él, por su parte, parecía un hombre de carácter muy débil, a juzgar por su barbilla hundida y sus ojos de un azul pálido, incapaces de mirar de frente. Habló de pronto volviendo la vista hacia otro lado. —¿Qué significa esto? —dijo. —¿Qué significa? Le miré sin responderle. Él extendió una mano blanca y delgada y dijo en tono quejoso. —¿Por qué se permiten estas cosas? ¿Qué pecado os hemos cometido? Había terminado el servicio de la mañana e iba yo caminando por el camino para aclararme las ideas, cuando ocurrió todo esto, fuego, terremoto, muerte, como si estuviéramos en Sodoma y Gomorra, deshechas todas nuestras obras. ¿Qué son estos marcianos? —¿Qué somos nosotros? —repliqué aclarándome la garganta. Él se tomó las rodillas con las manos y volvióse para mirarme de nuevo. Durante medio minuto nos contemplamos en silencio. —Iba caminando para aclarar mis ideas —dijo. —De pronto, fuego, terremoto, muerte —volvió a callar, bajando la cabeza casi hasta las rodillas. Poco después agitó una mano. —¡Todas las obras! ¡Las escuelas dominicales! ¡¿Qué hemos hecho?! ¡¿Qué hizo Weybridge?! ¡Todo destruido! ¡La iglesia, la reconstruimos hace apenas tres años! ¡Desaparecida, aplastada! ¿Por qué? —Otra pausa y volvió a hablar como si hubiera enloquecido. —¡El humo de su fuego se eleva por siempre jamás! —gritó. Refugieron sus ojos y señaló hacia Weybridge con el dedo. —Para ese entonces ya me había dado cuenta de lo que ocurría. Evidentemente era un fugitivo de Weybridge, y la tremenda tragedia en la que se viera envuelto había deprivado en parte de la razón. —¿Estamos lejos de Sunbury? —le pregunté en el tono más natural posible. —¿Qué podemos hacer? —dijo él. —¡Están en todas partes esos monstruos! ¡Es que la tierra les pertenece ahora! —Las cosas han cambiado —le dije en tono sereno—. ¡No debemos perder la cabeza! ¡Todavía quedan esperanzas! ¡Esperanzas! ¡Sí, y muchas! A pesar de toda esta destrucción, comencé a explicarle mi punto de vista respecto a nuestra situación. Al principio me escuchó, mas a medida que yo continuaba, sus ojos volvieron a tornarse opacos y apartó la vista. —Esto debe ser el principio del fin —dijo interrumpiéndome— ¡el fin! ¡El día terrible del Señor! Cuando los hombres pidan a las montañas y las rocas que les caigan encima y les oculten para no ver el rostro de Él que estará sentado sobre su trono. Cese entonces en mis laboriosos razonamientos. Me puse de pie y, parado junto a él, le apoyé una mano sobre el hombro. —¡Sea hombre! —le dije. El miedo le hace desvariar. —¿De qué sirve la religión si deja de existir ante las calamidades? —Piensa en lo que ya hicieron a los hombres los terremotos, inundaciones, guerras y volcanes. ¿Creía usted que Dios había exceptuado a Weybridge? ¡Vamos, hombre! ¡Dios no es un agente de seguros! Por un rato estuvimos callados. —¡Pero cómo podemos escapar! —me preguntó él de pronto. —¡Son invulnerables! ¡No conocen la piedad! —¡Ni lo uno ni quizás lo otro! —repuse. —Y cuanto más poderosos sean, más sensatos y precavidos debemos ser nosotros. Hace menos de tres horas lograron matar a uno de ellos no muy lejos de aquí. —¿Lo mataron? —exclamó mirando a su alrededor. —¿Cómo es posible que se pueda matar a un enviado del Señor? —Yo mismo lo vi —manifesté y le narré el incidente. —Nosotros nos encontramos en lo peor de la batalla. Eso es todo. —¿Qué son esos destellos en el cielo? —le preguntó de pronto. —Le expliqué que era un heliógrafo que hacía señales. —Estamos en el centro de las actividades bélicas. Aunque esté todo tan tranquilo —manifesté— ese destello en el cielo indica que se aproxima a una batalla. De aquella parte están los marcianos, y hacia el lado de Londres, donde se levantan las colinas alrededor de Richmond y Kingston, están cavando trincheras y formando terraplenes que sirven de parapeto a los cañones y las tropas. Dentro de poco volverán por aquí los marcianos. Mientras hablaba yo así, el cura se levantó de un salto y me interrumpió con un ademán. —¡Escuche! —dijo. —Desde el otro lado de las colinas, más allá del agua, nos llegó el estampido apagado de los cañones distantes y gritos apenas audibles. Luego reinó el silencio. Un escarabajo pasó zumbando sobre el seto y siguió su vuelo. En el oeste veíase la luna que brillaba débilmente sobre el humo procedente de Weybridge y Shepperton. —Será mejor que sigamos ese sendero hacia el norte —dije.

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