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The main ideas from this information are: - The protagonist's brother was in London when the Martians attacked Woking. - The newspapers reported on the attack and the destruction caused by the Martians. - The protagonist's brother was not worried about his safety and decided to visit him to see the Martians before they were killed. - There was a disruption in telegraphic communications and train services due to the Martians' activities. - People in London were initially unaware of the nature and threat of the Martians. - The newspapers gradually provided more information about the Martians' movements and the destruction they caused. - The protagonist's brother learned about the Martians' intelligence, size, and powerful weapons from a newspaper he bought. - There was panic and chaos as people tried to flee from the Martians' advance. - The Martians were described as giant machines capable of great speed and armed with a powerful heat ray. - The military attempted to fight back but was LA GUERRA DE LOS MUNDOS CAPÍTULO NÚMERO 14 EN LONDRES Mi hermano menor estaba en Londres cuando los marcianos atacaron Woking. Era estudiante de medicina y se estaba preparando para un examen, motivo por el cual no se enteró de la llegada de los visitantes del espacio hasta el sábado por la mañana. Los diarios de ese día publicaban, además de varios artículos especiales sobre el planeta Marte, un telegrama conciso y vago que resultó aún más intrigante por su brevedad. Alarmados por la proximidad de una multitud, los marcianos habían matado a cierto número de personas con un arma muy rápida, según explicaba el telegrama. El mensaje concluía con estas palabras. Aunque son formidables, los marcianos no han salido del pozo en que cayeron y parecen incapaces de hacerlo. Probablemente se debe esto a la mayor atracción de la gravedad terrestre. Sobre este punto basaron los editorialistas sus artículos. Naturalmente, todos los estudiantes de la clase de biología a la que asistía mi hermano estaban muy interesados, pero en la calle no hubo señales de más excitación que la de costumbre. Los diarios de la tarde aprovecharon en todo lo posible las pocas noticias que tenían. No podían contar nada que no fueran los movimientos de las tropas en los alrededores del campo comunal y el incendio de los bosques entre Woking y Whitebridge. Luego, a las ocho, la C. James Gazette lanzó una edición especial en la cual anunció la interrupción de las comunicaciones telegráficas. Se atribuyó este inconveniente a la caída de los pinos ardientes sobre la línea. Aquella noche no se supo nada más respecto a la lucha. Mi hermano no sintió la menor ansiedad con respecto a nosotros, pues sabía por las noticias periodísticas que el cilindro se hallaba a dos millas de mi casa. Decidió ir aquella noche a visitarme a fin de ver a los marcianos antes que los mataran. Despachó un telegrama, que no llegó a su destino, alrededor de las cuatro, y pasó la velada en un salón de conciertos. Aquel sábado por la noche también hubo una tormenta en Londres, y mi hermano llegó a la estación de Waterloo en un coche de plaza. En la plataforma de la que suele partir el tren de medianoche, se enteró al cabo de un rato que un accidente impedía la llegada de trenes hasta Woking. No pudo averiguar qué clase de accidente había ocurrido, pues ni las autoridades ferroviarias lo sabían. No hubo ningún revuelo en la estación, ya que los funcionarios de la empresa hacían correr los trenes de esa hora por Virginia Water y también por Guilford, en lugar de hacerlos pasar, como siempre, por Woking. También estaban ocupados en hacer los arreglos necesarios para alterar la ruta de Southampton y también de Portsmouth, que sirven los trenes de excursión dominical. Exceptuando a los altos jefes del ferrocarril, pocas personas relacionaron con los marcianos la interrupción de las comunicaciones. En otro relato de estos acontecimientos se ha leído que el domingo por la mañana se sobresaltó todo Londres ante las noticias de Woking. A decir verdad, no había nada que justificara frase tan extravagante. Muchos de los habitantes de Londres no oyeron hablar de los marcianos hasta el pánico del lunes por la mañana. Los que se enteraron tardaron un tiempo en comprender plenamente el significado de los telegramas que publicaban los diarios del domingo. La mayoría de los habitantes de Londres no lee los diarios de ese día. Además, la convicción de la seguridad personal está tan grabada en la mente del londinense, y es tan común que los diarios exageren las cosas, que pudieron leer sin el menor temor la siguiente noticia. Alrededor de las siete de anoche, los marcianos salieron del cilindro y avanzando bajo el amparo de una armadura de escudos metálicos, han destruido por completo la estación Woking con sus casas adyacentes y a todo un batallón del regimiento de Cardigan. No se conocen detalles. Las ametralladoras Maxim resultan completamente inútiles contra sus armaduras, y los cañones fueron inutilizados por ellos. Los Úsares van hacia Chersey. Los marcianos parecen avanzar lentamente hacia Chersey y Windsor. Hay gran ansiedad en West Surrey, y se están cavando trincheras y levantando terraplenes para contener su avance hacia Londres. Así fue como publicó el Sunday Sun la noticia, y un artículo muy bien redactado que apareció en el referí comparó los acontecimientos con lo que ocurriría si se soltaran todas las fieras de un zoológico en una aldea. En Londres nadie sabía nada respecto a la naturaleza de los marcianos, y todavía persistía la idea de que los monstruos debían ser muy torpes. Se arrastran trabajosamente. Era la expresión empleada en todas las primeras noticias respecto a ellos. Ninguno de los telegramas pudo haber sido escrito por un testigo presencial. Los diarios dominicales lanzaron a la calle diversas ediciones a medida que llegaban las noticias. Algunos lo hicieron aún sin tenerlas. Mas, no hubo nada nuevo que decir al pueblo hasta la caída de la tarde, cuando las autoridades dieron a las agencias de prensa las noticias que tenían. Se afirmaba que los habitantes de Walton y Weybridge, así como también de todo el distrito circundante, marchaban por los caminos en dirección a la capital. Eso era todo. Por la mañana mi hermano fue a la iglesia del hospital de huérfanos sin saber todavía lo que había pasado la noche anterior. En el templo oyó alusiones sobre la invasión y el cura dijo una misa por la paz. Al salir compró el referí, se alarmó al leer las noticias y de nuevo fue a la estación Waterloo para ver si se habían restablecido las comunicaciones. La gente que andaba por la calle no parecía afectada por las extrañas novedades. Se interesaban, sí, y si se sentían alarmados era solo por los residentes de las poblaciones que se mencionaban. En la estación se enteró por primera vez de que estaban interrumpidas las líneas de Windsor y Chersee. Los empleados le dijeron que se habían recibido varios telegramas extraños desde las estaciones de Bifflet y Chersee, pero que ya no llegaba ninguna noticia más. Mi hermano no pudo obtener informes precisos al respecto. Todo lo que le dijeron fue que se estaba librando una batalla en los alrededores de Weybridge. El servicio de trenes estaba muy desorganizado. En la estación había muchas personas que esperaban amigos procedentes del sudoeste. No eran pocos los que protestaban contra la falta de seriedad de la empresa. Estaban dos trenes procedentes de Richmond, Putney y Kingston con la gente que había ido a pasar el día a orillas del río. Los viajeros encontraron cerrados los muelles y se volvieron. Uno de ellos dio a mi hermano noticias muy extrañas. «Hay muchísima gente que llega a Kingston en carros y coches cargados de todos sus efectos personales», dijo. «Vienen de Morlsey, Weybridge y Walton, y dicen que en Chersee se han oído muchos cañonazos y que los soldados de caballería le han dicho que se vayan enseguida porque llegan los marcianos. Nosotros oímos cañonazos en la estación de Hampton Court, pero creíamos que eran truenos. ¿Qué diablo significa todo esto? Los marcianos no pueden salir de su pozo, ¿verdad?» Mi hermano no pudo decirle nada. Después descubrió que la alarma había cundido a los clientes de los trenes subterráneos y que los excursionistas de los domingos comenzaban a volver de todas las estaciones del sudoeste a hora demasiado temprana, pero nadie sabía nada concreto. Todos los que llegaban a las estaciones parecían estar de mal humor. Alrededor de las cinco se produjo gran revuelo en la estación al habilitarse la línea entre las estaciones sudeste y sudoeste para permitir el paso de grandes cañones y gran número de soldados. Estas eran las armas que llevaron a Warwish y Chatham para proteger a Kingstown. Los curiosos hicieron comentarios festivos que fueron contestados de igual guisa por los reclutas. «¡Los comerán! ¡Somos los domadores de fieras!» y otras frases por el estilo. Poco después llegó un pelotón de policías que hizo retirar a la gente de los andenes. Mi hermano salió entonces a la calle. Las campanas de las iglesias llamaban para el servicio vespertino y un grupo de jóvenes del ejército de salvación llegó cantando por el camino de Waterloo. Sobre el puente había cierto número de holgazanes que observaban una escoria rara de color castaño que llegaba por el río. Ponías el sol y contra un cielo espléndido se recortaban las siluetas de la torre del reloj y de la casa del parlamento. Alguien comentó algo acerca de un cuerpo que flotaba en el agua. Uno de los mirones, que afirmaba ser reservista, dijo a mi hermano que había visto hacia el oeste los destellos de un heliógrafo. En la calle Wellington mi hermano se encontró con dos individuos malentrazados que salían de la calle Fleet con diarios recién impresos y llevaban grandes cartelones. —¡Horrible catástrofe! —gritaban ambos mientras corrían por Wellington. —¡Una batalla en Weaveridge! —¡Descripción completa! —¡Se rechaza a los marcianos! —¡Londres en peligro! Tuvo que pagar tres peniques por un ejemplar de ese diario. Solo entonces comprendió, en parte, la amenaza que representaban los monstruos. Supo que no eran un simple puñado de criaturas pequeñas y torpes, sino que poseían mentes inteligentes que gobernaban enormes cuerpos mecánicos y que podían trasladarse con rapidez y atacar con tal efectividad que aún los cañones más poderosos no eran capaces de detenerlos. Se los describía como gigantescas máquinas similares a arañas de casi treinta metros de altura, capaces de desarrollar la velocidad de un tren expreso y dueñas de un arma que despedía un rayo de calor potentísimo. Se habían instalado baterías en la región de los alrededores de Horsel y especialmente entre los distritos de Woking y Londres. Cinco de las máquinas fueron avistadas cuando avanzaban hacia el Támesis y una de ellas, por gran casualidad, fue destruida. En los otros casos erraron las balas y las baterías fueron aniquiladas de inmediato por el rayo calórico. Se mencionaban grandes bajas de soldados, pero el tono general del despacho era optimista. Los marcianos habían sido rechazados, por tanto, no eran invulnerables. Se retiraron de nuevo a su triángulo de cilindros en el círculo que rodeaba Woking. Los soldados del Cuerpo de Señales avanzaban hacia ellos desde todas direcciones. Desde Windsor, Portsmouth, Aldershot y Woolwich llegaban cañones de largo alcance y del norte se esperaba uno de 95 toneladas. Un total de 116 estaban ya en posición, casi todos protegiendo la capital. Era la primera vez que se efectuaba una concentración tan rápida e importante de material de guerra. Se esperaba que cualquier otro cilindro que cayera fuese destruido de inmediato por explosivos de alta potencia, los cuales se estaban ya fabricando y distribuyendo. Sin duda alguna continuaba el despacho. La situación era grave, pero se recomendaba al público que no se dejaran dominar por el pánico. Se admitía que los marcianos eran criaturas extrañas y extremadamente peligrosas, pero no podía haber más que veinte de ellos contra nuestros millones. A juzgar por el tamaño de los cilindros, las autoridades suponían que no había más de cinco tripulantes en cada uno de ellos, o sea, un total de quince. Por lo menos se había dado muerte a uno y quizás a más. El público sería advertido con tiempo de la proximidad del peligro y se estaban tomando grandes precauciones para proteger a los habitantes de los suburbios del sudoeste que estaban ahora amenazados. Y así, con reiteradas manifestaciones acerca de que Londres estaba salvo y la seguridad de que las autoridades podían hacer frente a las dificultades, se cerraba esta cuasi-proclamación. Todo esto estaba impreso en letras grandes y tan fresca era la tinta que el diario estaba húmedo. No hubo tiempo para agregar ningún comentario. Según mi hermano, resultaba curioso ver cómo se había sacrificado el resto de las noticias para ceder espacio a lo que antecede. Por toda la calle en Wellington veía a la gente que compraba los diarios para leerlos y de pronto se oyeron en el estran las voces de los otros vendedores que seguían a los primeros. La gente descendía de los vehículos colectivos para comprar ejemplares. No hay duda que, fuera cual fuese su apatía primera, la gente sintióse muy excitada ante las novedades. El dueño de una casa de mapas del estran quitó los postigos a un escaparate y se puso a exhibir en él varios mapas de Surrey. Mientras marchaba por el estran en dirección a Trafford Square con el diario bajo el brazo, mi hermano vio a varios de los fugitivos que llegaban a West Surrey. Había un hombre que guiaba un carro como el de los verduleros. En el vehículo viajaban su esposa y sus dos hijos junto con algunos muebles. Llegó desde el puente de Westminster y, tras él, se vio un carretón de cargar eno con cinco o seis personas de aspecto muy respetable que llevaban consigo numerosas cajas y paquetes. Estaban todos muy pálidos y su apariencia contrastaba notablemente con la de los bien ataviados pasajeros que los miraban desde los ómnibus. Se detuvieron en la plaza como si no supieran qué camino seguir y, al fin, tomaron hacia el este por el estran. Poco más atrás llegó un hombre con ropas de trabajo que montaba una de esas bicicletas antiguas con una rueda más pequeña que la otra. Estaba muy sucio y tenía el rostro blanco como la tiza. Mi hermano tomó entonces hacia Victoria y se cruzó con otros refugiados. Se le ocurrió la vaga idea de que quizás me viera a mí. Notó que había un gran número de policías arreglando el tránsito. Algunos de los fugitivos cambiaban noticias con la gente de los vehículos colectivos. Uno afirmaba haber visto a los marcianos. —Son calderas sobre trípodes y caminan como hombres —declaró. Casi todos mostraban ser muy animados por su extraña aventura. Más allá de Victoria, las tabernas hacían un gran negocio con los recién llegados. En todas las esquinas se veían grupos de personas leyendo diarios, conversando animadamente o mirando con gran curiosidad a los extraordinarios visitantes. Estos parecieron aumentar de número al avanzar la noche hasta que, al fin, las calles estuvieron tan atestadas como la de Epson el día de Derby. Mi hermano dirigió la palabra a varios de los fugitivos, mas no pudo averiguar nada en concreto. Ninguno de ellos le dio noticias de Walking hasta que encontró a uno que le dijo que Walking había sido enteramente destruido la noche anterior. —Vengo de Bifleck —manifestó el individuo. Esta mañana temprano pasó por la aldea un hombre que llamó en todas las puertas para avisarnos que no fuéramos. Después llegaron los soldados. Salimos a mirar y vimos grandes nubes de humo hacia el sur, nada más que humo, y desde ese lado no llegó nadie. Después oíamos los cañones de Chelsea y vimos a la gente que venía de Weybridge. Por eso cerré mi casa y me vine a la capital. En esos momentos predominaba en la calle la idea de que las autoridades tenían la culpa por no haber podido terminar con los invasores sin tanto inconveniente para la población. Alrededor de las ocho, en todo el sur de Londres, se oyeron claramente numerosos cañonazos. Mi hermano no pudo oírlos a causa del ruido del tránsito en las calles principales, pero al tomar por las calles menos concurridas para ir hacia el río, le fue posible captar con toda claridad los estampidos. Pasó de Westminster a su apartamento de Regent Park cerca de los dos. Ya se sentía muy preocupado por mí y le inquietaba la evidente magnitud del peligro. Como lo hiciera yo el sábado, pensó mucho en los detalles militares del asunto y en todos los cañones que esperaban en la campiña, así como también en los fugitivos. Con un esfuerzo mental, trató de imaginar cómo serían esas calderas sobre trípodes de treinta metros de altura. Dos o tres carros cargados de refugiados pasaron por la calle Oxford, y varios iban por el camino de Marybourne, pero con tanta lentitud cundían las noticias que la calle Regent y el camino de Portland estaban atestados de sus pasillatas dominicales de costumbre, aunque notábase ahora que muchos formaban grupos para cambiar ideas, y por Regent Park habían tantas parejas conversando bajo los faroles de gas como en otras oportunidades. La noche estaba cálida, tranquila, así como también algo opresiva, y el estampido de los cañonazos continuó de manera intermitente. A medianoche, pareció que hubiera relámpagos en dirección al sur. Mi hermano leyó el diario temiendo de que me hubiera ocurrido lo peor. Estaba inquieto, y después de la cena salió de nuevo a pasear sin rumbo. Regresó y en vano quiso distraer su atención dedicándose al estudio. Se acostó poco después de medianoche, y en la madrugada del lunes le despertó el ruido distante de las llamadas a las puertas, de pies que corrían, de tambores lejanos y de campanadas. Sobre el cielo raso vio reflejos rojos. Por un momento se quedó asombrado, preguntándose si había llegado el día o si el mundo estaba loco. Después saltó del lecho para correr hacia la ventana. Su habitación era un ático, y al asomar la cabeza se repitió en toda la manzana el ruido que produjera su ventana al abrirse, y en otras aberturas aparecieron otras cabezas como la suya. Alguien comenzó a formular preguntas. —¡Ya llegan! gritó un policía llamando a una puerta. —¡Llegan los marcianos! Alto seguido corrió hacia la puerta contigua. El batir de tambores y las notas de un clarín se acercaban desde el cuartel de la calle Albany y todas las iglesias de los alrededores mataban el sueño con el repiqueteo de sus campanas. Se oían puertas que se abrían y todas las ventanas de la manzana se iluminaron. Calle arriba llegó velozmente un carruaje cerrado que pasó haciendo gran ruido sobre las piedras de la calle y se perdió en la distancia. Poco después llegaron dos coches de plaza, los precursores de una larga procesión de vehículos que iban en su mayor parte hacia la estación Chad Farm, donde cargaban en entonces los trenes especiales del noroeste en lugar de hacerlo desde Euston. Durante largo rato estuvo mi hermano asomado a la ventana, lleno de asombro, mirando a los policías que llamaban en todas las puertas y comunicaban su incomprensible mensaje. Luego se abrió la puerta de su habitación y entró el vecino que ocupaba el cuarto del otro lado del corredor. El hombre vestía pantalones, camisa y zapatillas, llevaba colgando los tirantes y tenía el cabello en desorden. —¿Qué diablos pasa? —preguntó. —Es un incendio. ¿Qué vos chinchas han diablado? Ambos se asomaron por la ventana, se forzaron por oír lo que gritaban los agentes de policía. La gente salía de las calles laterales y formaban grupos en las esquinas. —¿Qué demonios pasa? —volvió a preguntar el vecino. Mi hermano le respondió algo vago y empezó a vestirse, yendo entre prenda y prenda hasta la ventana para no perder nada de lo que sucedía en las calles. Al poco rato llegaron hombres que vendían diarios. —¡Londres en peligro de sofocación! —gritaban. —¡Han caído las defensas de Kingston y Richmond! ¡Horribles desastres en el Valle del Támesis! Y todo a su alrededor, en los cuartos de abajo, en las casas de ambos lados y de la acera opuesta, y detrás, en Party Runs, y en un centenar de otras calles de aquella parte de Marylebone y del distrito de Westbourne Park y St. Paneras, hacia el oeste y noroeste en Kilburn, en St. John's Wood y en Hampstead, hacia el este en Shoreditch, Hilbury, Haggerston, Hoxton, y en suma, en toda la vasta ciudad de Londres, desde Ealing hasta Islam, la gente se restregaba los ojos y abría las ventanas para mirar hacia afuera y formular preguntas, y se vestía apresuradamente cuando los primeros soplos de la tormenta del temor empezaba a recorrer las calles. Aquello fue el alba del gran pánico. Londres, que el domingo por la noche se había acostado estúpido e inerte, despertó en la madrugada del lunes para hacerse cargo de la inminencia del peligro. Como desde su ventana no podía enterarse de lo que pasaba, mi hermano bajó a la calle en el momento en que el cielo se teñía a rosa con la llegada del alba. La gente, que huía a pie y en toda clase de vehículos, se tornaban cada vez más numerosa. —¡Humo negro! —gritaban unos y otros. Fue inevitable que cundiera el terror y se contagiaran todos de la misma enfermedad. Mientras mi hermano vacilaba sobre el escalón de la puerta, vio que se acercaba otro vendedor de diarios y adquirió uno. Este hombre corría con todos los demás y al mismo tiempo iba vendiendo sus diarios a un chelín el ejemplar. Grotesca combinación de pánico y ansia lucrativa. Y en ese diario leyó mi hermano el catastrófico despacho del comandante en jefe. —Los marcianos están descargando enormes nubes de vapor negro y pozoñoso por medio de cohetes. Han destrozado nuestras baterías, destruido Richmond, Kingston y Wimbledon, y avanzan lentamente hacia Londres, arrasando todo lo que hay a su paso. Es imposible detenerlos. La única manera de salvarse del humo negro es la fuga inmediata. Eso era todo, pero bastaba. Toda la población de la gran ciudad, de seis millones de habitantes, se ponía en movimiento y echaba a correr. No tardaría mucho en huir en masa hacia el norte. —¡Humo negro! —gritaban las voces. —¡Fuego! Las campanas de las iglesias doblaban sin cesar. Un carro guiado con poca habilidad se volcó en medio de los gritos de sus ocupantes y fue a dar contra una fuente. Las luces se encendían en todas las casas y algunos de los coches que pasaban tenían todavía sus faroles encendidos. Y en lo alto del cielo se acrecentaba la luz del nuevo día. Mi hermano oyó que corrían todos en las habitaciones y subían y bajaban las escaleras. La casera llegó a la puerta envuelta en un salto de cama y seguida por su esposo. Cuando se dio cuenta de todas estas cosas, volvió apresuradamente a su cuarto, puso en sus bolsillos las diez libras que constituían todo su capital y volvió a salir a la calle.