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El triste final del Estado Liberal

El triste final del Estado Liberal

Felix AlvaradoFelix Alvarado

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Guatemala ha tenido tradicionalmente un Estado para unos pocos, que asegura la extracción sistemática de riqueza con sorpresas mínimas. Con el tiempo, esta relación y poder se adaptaron a los cambios globales, regionales y locales, alineándose con diferentes potencias e ideologías imperiales. Ilustración: Democracia de Consuelo (2023)

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El guatemalteco ha sido tradicionalmente un Estado para los pocos. Principalmente ha buscado garantizar la extracción sistemática de riqueza con un mínimo de sorpresas. España encontró en estas tierras sociedades populosas y organizadas. Conquistarlas fue asunto de neutralizar con eficiencia a las élites locales —esto quizá explique su crueldad efectista— y redirigir el flujo extractivo hacia las arcas reales. Para ello construyó un poder público que hacía tres cosas: extraer riqueza de la naturaleza y de la gente, controlarla con una inversión mínima, y justificar la división entre explotados colonizados y explotadores colonizadores. Con los años esa relación y el poder se reprodujeron, ajustándose a cambios globales, regionales y locales. En lo global, se adecuaron al subir y bajar de sucesivos poderes imperiales —españoles, ingleses, alemanes y finalmente estadounidenses— y también de sus ideologías —cristiana medieval, iluminista, capitalista conservadora y liberal—. En lo regional varió al cambiar las formas de exportar riqueza para enlazarnos con la economía internacional: de añil a café, al azúcar y a los migrantes. Y en lo local cambió la composición sociodemográfica y geográfica: surgieron los ladinos como cultura y clase amortiguadora entre élites e indígenas, y crecieron algunas ciudades. Más recientemente huyeron los que pudieron hacia el Norte, buscando economías y sistemas políticos que ofrecieran más oportunidades. Una de esas adecuaciones —con discurso liberal pero intención conservadora oligárquica— arrancó con la reforma de 1871. Se enseñoreó del Estado con autócratas como Estrada Cabrera y Jorge Ubico, reaccionó contra la democracia clasemediera de la Revolución de 1944; actuó con violencia en la guerra y terminó por castrar la democracia en 1986 y la paz diez años más tarde. Por siglo y medio mantuvo intactas las reglas de la extracción desmedida y la poca inversión, y reprodujo su justificación ideológica. Clave para esta justificación fue rendir pleitesía a los principios del liberalismo europeo: elecciones regulares, economía capitalista, libre competencia, internacionalismo. Todo es aceptable mientras se acomode dentro de dicho empaque. Tanto Estrada Cabrera como los generales celebraron elecciones (salvo algunos pecadillos golpistas); los civiles vendieron el Estado en procesos nominalmente competitivos; y todo mundo dobló la cerviz ante los poderes hegemónicos. La marca del orden liberal es, sin duda, celebrar elecciones, pero la magia de la república sucede entre ellas: los poderes y actores políticos y económicos pueden ser iliberales, elitistas, racistas, excluyentes y ventajistas; pero se les exige que en serlo compitan entre sí. Y eso exige un Estado capaz de adjudicar entre poderosos. Estrada Cabrera y Ríos Montt igual hicieron malabares: élites contra élites, élites contra gobierno, gobierno contra actores internacionales. Su delicado juego reprodujo, por mucho tiempo con éxito, nuestro Estado liberal. Hasta que todo se fue al infierno. Fueron lentos procesos globales, regionales y locales —esos que nunca cesan— que desencadenaron el cataclismo. El más obvio fue la voracidad miope de una élite intelectualmente endogámica. Desde 1996 creyó que bastaba aliarse con abogados leguleyos, militares genocidas y narcocaciques para asegurar el statu quo de sus negocios cotidianos. Hasta que decidieron dejar de competir también en lo político. Importa también la onda larga, que agota el orden liberal de la segunda posguerra. Hay quien asegura que estamos en un interregno, donde ya caducó el pacto de Yalta y Bretton Woods, pero nadie sabe qué vendrá después. Y por eso los impertinentes ratones locales pierden respeto al gato hegemónico. Finalmente —aquí la gota que rebalsa el vaso— con su sigilo usual arrasó la demografía con los sutiles umbrales. Suficiente gente partió al Norte y mandó suficiente dinero para que suficientes familias pasaran de pobres a la clase media. Suficiente gente abandonó el campo y se radicó en las ciudades y suficientes de ellos eran indígenas, para constituir una clase media indígena. Y por eso, para cuando la élite y sus socios mafiosos se enteraron, la siempre confiable clase media urbana —racista y ladina— ya no era tan confiable: no es suficientemente ladina y su racismo apunta en la dirección opuesta. El corolario de la sorpresa es profundo porque, aunque eventualmente se largue la incompetente y rencorosa Consuelo Porras, aunque abandone el poder el golpista Alejandro Giammattei, aunque contemporicen los timoratos demócratas de élite o insistan los obstinados radicales de derecha, ¡aunque reciban el poder y gobiernen Arévalo y Herrera!, ya nada volverá a ser igual. No ha puesto atención quien piense que aquí la tarea es normalizar lo que una banda de golpistas desestabilizó. Aquí no hay vuelta atrás: o progresamos hacia algo nuevo y democrático, o ineludiblemente transitaremos hacia algo antidemocrático y nuevo.

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