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Es una crónica que pretende evocar a quien la conoce y descubrir a quien no la conoce la emocionada experiencia de la Semana Santa sevillana.
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Es una crónica que pretende evocar a quien la conoce y descubrir a quien no la conoce la emocionada experiencia de la Semana Santa sevillana.
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Quien ha ido alguna vez a Sevilla en la madrugada de la Semana Santa con los ojos y el corazón abiertos, se habrá emocionado. Esta crónica es el testimonio de quien se ha emocionado muchas veces y aún se emociona cada vez que vuelve. Esta crónica es mi forma de ver, contar y revivir un momento concreto, una estación de penitencia, una hermandad precisa. Podían haber sido otras, pero hoy y aquí, es ésta. Crónica Gran Poder Semana Santa Sevilla Madrugá 2023 Cortejo A las 4.30 de la madrugada, con luna que estrena su menguante tras el primer pledidunio de la primavera, en la calle Gravina vuelve a su templo de San Lorenzo a quien se llama Señor de Sevilla, Jesús de Gran Poder. Aquí, ahora, cerca del museo, un tupido silencio es más ancho porque no procede de la ausencia, sino de una multitud que espera, anclada en los ribazos de la estrecha calle como pespuntes hirvanados en las aceras. Aún no ha llegado la crude guía, aquella que siembra en el asfalto semilla de respeto y veneración, y ya el silencio es una capa negra acharolada que esculpe aún más el relente del manso prólogo de la amanecida en los rostros y las manos de los que aguardan. Es la madrugada de Viernes Santo. Los abnegados fieles, los naturales creyentes, los curiosos asombrados, los menores obligados, los ansiosos turistas, incluso los apócrifos calandestinos, son todo ojos. Las miradas inúmeras son los dueños de la noche. Mirar, mirar, mirar. A veces es contemplación múltiple y absorta en un balcón atestado, a veces la dulce mirada de la belleza temprana y fresca de una joven, a veces los ojos circunspectos de respeto de un hombre maduro, a veces también los ojos inquietos, volanderos de un niño desconforme con la demasiada espera, ¡cuánto falta! Hay miradas, peregrinas y busconas de las cosas cercanas, lejanas, entretenidas en la anécdota aledaña y escudriñando con más adivinación que certeza los temblorosos primeros destellos de difusa luz de unos sirios, buscando el peritaje confirmador de los oídos como palomas mensajeras, enviadas a la percepción de un rumor de las esparteñas penitenciales que por ahora se antojan imposibles. Los espectadores, la gente, los fieles, todo oscuro, expectativa, viva ansia, estacerros de promesa, esperanza, Sevilla no defrauda en la madrugá, esperanza. Cuando una voz envuelta en el embozo de un susurro dice, ya está ahí la cruz de guía, y en la fría carne del público por el redente se enciende un bracerito de expectativas como ascuas, mil miradas puestas en el penitente que porta esta cruz, que es el algo solo de la que Jesús carga veraz aún lejos de las impiertas miradas, pero que ya ha echado raíces en el lugar del corazón donde crecen las esperanzas. Ya está ahí la cruz de guía, se oye otra vez como espontánea letanía de las bocas, y es cierto que está cerca, no se merece este asfalto la cruz, sudorado revelado por los faroles pide una subida al monte Calvario de mármoles. La gente de Sevilla la mira, la interroga, algunos, más curiosos, buscan la iconografía litúrgica que porta esta cruz de guía por doquier, porque las cosas que en la cruz penden tienen lenguas como las heridas de César asesinado, la linterna para encontrar a Cristo y prenderle, el guante de la mano que abofeteó Jesús en presencia de Anás, la palangana y el jarro de agua con que Pilato se lavó las manos, el balaustre donde se ató a Jesús y los flacelos, el gallo que cantó tras la tercera negación de Pedro, el cáliz de la última cena, la escalera para descender el cuerpo inerte de Cristo, la túnica de Jesús, el paño con que la Verónica imprimió su santa faz, la corona de espinas, la cartela con la inscripción INRI, la cimitarra con la que San Pedro seccionó la oreja de Malco, las tenazas, sí, las cosas tienen lenguas para gritar el dolor a la noche de Sevilla. Algunos, algunos de las aceras miran sin ver, otros, perplejos, se preguntan por el sentido que tiene este abigarramiento simbólico, y yo pienso que deberían dejar la cruz desnuda, o simplemente deshacerla, hacerla feliz o afaar, pero deshacerla. Pienso en devolver los maderos al tronco que taló el minestral judío, ese que ignoraba que de su tala y de sus labores iba a brotar el símbolo de fe para los hombres dos mil años. Imagino un trozo de saeta que dijera volverla al árbol, volverla la madera de la cruz, quitarle ya las heridas y volverle la salud. Pero ya la cruz de guía ha abierto con su fiscal, sus faroles, sus sirios, la corriente pausada, protocolaria y convencional de la múltiple penitencia. El cortejo avanza, se desviene. Las pupilas buscan los rasgos distintivos de los nazarenos, su altura, su descalcez, sus manos bajo los blancos guantes de algodón. Empieza a los ojos de los presentes, a estas horas ya algo doloridas las piernas y los pies y fríos los cuerpos, el reguero de penitentes, concilios o cruces, y ya se ven algo lejanos los faroles de las llamas tenues que acompañaban a la cruz de guía. Así pasa la vida. Lo largamente esperado en su paso fugaz y breve transitar no se detiene ya, y en un suspiro está lejos. Ahora se hace presente la penitencia, silenciosa. Sus tramos, los de los nazarenos van intercalados o divididos por las insignias. Los nazarenos llevan una túnica de ruau negros, un cinturón ancho de esparto tosco y sandalias negras. Algunos van descalzos, otros mitigan la descalcer con calcetines. La mirada, acostumbrada ya a la monotonía de la penitencia oscura y los velados sirios, busca el color, el brillo de la forma de las insignias, la vara, plata y oro, las maderas de los palermos con cabeza y punta plateadas de buenos orfebres, puntas que ponen, al posarse por el asfalto, una suerte de sonido macizo, que pone lúgubre contundencia a la piedad de los penitentes. La canastilla de los diputados de tramo, el senatus, que en el fondo granate y con doradas letras y flecos nos recuerdan la presencia de Roma imperial en Sevilla. Irá pasando el tiempo, y los penitentes, lentos y solemnes, con una parsimonia y lentitud que estos tiempos desconoce o ha olvidado. El pausado transitor de los nazarenos me hace renovar el virtuoso reconocimiento de la paciencia. La gente, de toda condición y origen, al paso de la cofradía, que llevará horas verla completa, se enfrenta a la espera según su naturaleza. El sevillano, afrincharado en su fe y su tradición, si vive en el barrio, habrá contemplado muchas veces los ritos, habrá estudiado las insignias, los cambios en las rutas y los cruces con otras cofradías en la carrera oficial, y las polémicas sobre el orden de acceso a la misma, o revisará el manto restaurado del Pasopalio cuando llegue. En su conversación repetirá los comentarios de muchos años. En su memoria cobrarán vida los recuerdos de su niñez, cuando su padre, hermano como su abuelo, de la hermandad del gran poder, aupaban al niño sobre los hombros que entonces se sentía el rey del mundo. Y por la tradición revisitada, tendrá una falsa pero profunda sensación de permanencia y aún de eternidad. El turista, el visitante ocasional, más o menos curioso, más o menos instruido, intentará inquieto corroborarlo leído, consultará en la oscuridad la pantalla luminosa del teléfono, y buscará respuestas. El tiempo de paso, el número de nazarenos, la antigüedad de la hermandad y de los pasos. Más racionalista e instigado por la fama de la Semana Santa Sevillana, necesita completar un programa. Una planificación imposible, de la madrugada y no verá la profesión, por la misión que entenderá superior de la fotografía, de la grabación. Es muy probable que cuando mañana somnoliento vaya a ver la salida de patrocinio, ya habrá confundido el silencio y el cautivo, y a la señora de mayor golo y traspaso con María Santísima de las angustias coronada. Pero hoy, y aquí, son lo mismo. Ojos escrutadores de los pasos cortos guiados, regidos por los diputados de tramo. Más insignias. Mientras los tramos de los nazarenos profesionan, se ve si se pone atención el guión conmemorativo de la medalla de oro de la ciudad, en dorado relieve sobre fondos de terciopelo rojo. El negro de la bandera. El guión, con la carta hermandad, con orden menor capuchina. Paz, bien y fraternidad. Una reliquia del beato fray Diego José de Cádiz con sus faroles. La bandera pontificia albigualda con su vara coronada por el escudo Vaticano, tiara y llave de San Pedro. Dorado sobre negro, el guión de la epifanía con su adoración y su estrella reveladora. La misma estrella que luce la vara que acompaña el guión. Dorado y plata, el titinámbulo que la Santa Sede otorga a las Basílicas. El canapeo, como una pequeña carpa circense beatífica, roja y brillante bandera, negro estandarte. También verán el boato, si saben esperar, la pompa de la Presidencia, la vara de oro del hermano mayor monarca en esta estación de penitencia a los enseres propio de los acólitos, el perpiguero, el ferocerario, el turiferario junto al paso. Pero para llegar al paso de Nazareno, aún hay tiempo y espacio. Cada paso de cada penitente para el que atiende y anhela es un grano de arena que traspasa la garganta del reloj de arena, vacía la espera y llena la esperanza. Las luces se han apagado por obra del poder de la hermandad para disponer de la luz y de la oscuridad en la ciudad. Y con la luz se apagan las voces, y el silencio purifica la ciudad. Ahora las velas se apoderan del privilegio de una luminosidad tenue y tímida que alcanza lo justo y necesario. Las manos y el antifaz del penitente, algunos rostros del pueblo... Un nazareno acaricia la llama de su sirio para desentumecer las falanges. Van sin guantes y el relente de la madrugada ya son las cinco. Aprieta los dientes. Los sirios son de tiniebla, es decir, de cera tamizada por las sombras. El luto llega también a la cera que acompaña como seña de muerte a quien casi muerto está a punto de llegar. Y ahora, allá, a lo lejos, saliendo de la curva hasta Canalejas, lo que parece un levantar de ciriales que sobresalen de los penitentes ordinarios. Sí, allí están, son los ciriales del señor de Sevilla. Y apenas asoman las farolas del paso, bajan y se detienen, y los oídos rastrean como si fuera el ventear del olfato de un can ansioso. Sí, rastrean y encuentran una saeta. Mandan callar las gentes con un shhh para mejor oír, si es posible escuchar y quizás entender el quejío, la respiración del saetero, las pausas por recuperar el resuello. Los oídos buscan las palabras, sino, al menos, los venerados quejíos, los sentidos ailleos de la garganta transcida de una fe casi infantil, ingenua, de una empatía grande y profunda para con el dolor del mazareno. ¡Ah, las paredes! ¡Qué buen nombre se ha dado a esa flecha desgarrada que atraviesa la noche! Hay un decirio sollozar, un lamento íntimo y triste que se vertebra en vibratos susurrados. ¡Cuánto puede ser susurro este decir público, hasta que llega el ¡ay, ay! Y entonces en medio del desahogado y brutal grito de dolor el capataz da la orden sonora. Tres golpes de llamador, de prepararse, y un golpe más sube en la coda de la saeta y camina al monte Calvario. Ya somos así, judíos, gentiles, romanos, y Sevilla es Jerusalén. Esta ciudad, que vio a Jesús triunfante en un borrico entre palmas, triunfos y chiquillos, se ve ahora hollando el último camino. Y alguien le canta sus últimas letras al dolor de esta Judea del Guadalquivir. Viene el paso dejando los ecos últimos de la saeta atrás. El mazareno literalmente camina en silencio. El paso es antiguo, de los más antiguos de Andalucía. Había contratado, allá por el siglo XVII, la talla de un monte en madera, con ocho tarjetas con sus historias, y ejecución de treinta ángeles. Digno paso de quien lo habita. Es Jesús del gran poder. ¡Miradlo! La fortuna o la providencia le hacen posarse ante nuestros ojos. ¡El anhelo! ¡Las esperas han terminado! Los ojos quisieran multiplicarse y ver las pruebas de la gracia de este mazareno ilustre, de este nombre vejado. ¡Cuánta riqueza y arte para adornar el dolor, para inmortalizar la muerte! Quizás la lejanía última del saetero no nos deja ya entender un ápice de la letra herida de su canción para entenderla. Pero basta un exceso sonoro del pecho del que canta con dolorosa pena. Ahora con el aliento último de despedida, para que nos llegue una declamación incomprensible. Más llanto ya, más lamento que canción, que desde el corazón nos llega, aunque inarticulado y irracional, más puro, más descarnado, como el llanto limpio de un niño. Vuelve el silencio. Ni siquiera el azar recita su dorado poema de aromas, pues ya floreció triunfante semanas antes. Sí, ya está aquí. ¡Miradlo! Todo ojos. Faltan ojos para ponerlos en todos los brillos, filigranas, iconos, sirios, maderas nobles. Al contemplar la talla del paso y mazareno, se olvidan los datos leídos, aprendidos, la historia, las anécdotas, las crónicas, las novedades, los números. Al contemplar esta ascensión al calvario, el alma se asoma por los ojos y hiere el pecho con una delicada congoja. Los ideales se alzan triunfantes sobre la volágine de las pantallas de los teléfonos móviles. Entre el calvario y la tecnología hay dos mil años. No basta con la realidad en su emoción y su belleza efímera. Hay que incrustarla en la memoria de los aparatos, de enviarla, exhibirla. Los siriales, los anhelados siriales son heraldos de la grandeza del paso. Los teloferarios los portan augustos en sus diminutas columnas salomónicas, de plata sobredorada. Mucha pulcritud y atildamiento, exceso de orfebrería para traer lo que es esenciales sin matices. La luz humilde de unas velas, el fuego mínimo de una gran pasión que los sigue y que ya hiela las miradas, ahora sí, anheladas de trágica belleza de todos. Ahí está el dolor, el sacrificio. ¿Qué más da la madera de cedro de la carne de Jesús de una pieza? ¿Qué más da el pino de seguro de la peana y la cruz? ¿Qué importa el oro y las amatistas de los casquetes de la cruz? Importa el rostro y la corona de espinas, el crespo cabello violado por ese punzante sarmiento de la frente que satiriza la amargura de su reinado. Importa el dolor, que en este rostro que profesiona es de gris parduzco como un espeso fango que tiñera barba y cabellos, cejas y los iris de los ojos. Todo dolor, sí, importa el dolor del fungido ceño, del rostro entregado con resignación verdadera a una verdadera muerte. Importan los dedos descoloridos, desollados de portar una cruz imposible. ¿Qué importa la túnica de rico bordado, hecha para la egemeri desde el cuarto centenario con sus temas florales, palmetas, hilos metálicos entorchados de oro fino, lentejuelas y pedrerías? Importan los caídos ojos y los párpados que pesan, y sobre todo importa la cruz que quisiéramos desnuda, tosca, leñosa y no convertida con los dorados cantos en un trampantojo del castigo romano. En sus manos apenas la acarician. Casi hay levedad en la carga como si nos dijera que la verdadera carga es por dentro. Ya tomó el cáliz que quería lejos de sí. Esta aceptación es su cruz, la que lleva atravesada en el pecho y no se ve. ¡Tener que ser reventor y hombre a un tiempo! ¡Qué hiperbólico designio! ¡Qué cruel encomienda! ¡Tener que ser símbolo por la vía de la sangre, la humillación y la muerte! Y aquí estamos, quienes lo vemos, a nuestra manera más humilde. ¡Imposible no tener ese momento de cierta identificación con él! ¿Sabe cada uno de los testigos del paso del misterio la cruz que lleva en su propia vida? El hijo que no me entiende, la esposa o el esposo que ya no me ama, la carencia extrema, la enfermedad sobrevenida, los padres ancianos que claudican y viven su amargura, el yugo laboral y la falta de reposo de las fatigas que están hundidas en el alma por las costureras del tiempo. ¡Todo somos tú, un poco! Y nos apena tu dolor porque nos duele nuestra propia pena también, y te entendemos. El tiempo ha orbido y superpuesto su imaginería y adornos al lecho de la cruz y sus perfiles. Los restauradores han interpretado y reinterpretado colores y brillos. ¡Qué gasto, qué gasto y desgaste para dar contexto al doloroso rostro que por sí solo bastara para mover a piedad y lástima! ¡Te vas! ¡Quedan detrás los que antes de esperar a tu dolorosa madre que con su mayor dolor y traspaso vena por ti! ¡No pueden! ¡No podemos dejar de mirarte! ¡Quedan! ¡Quedamos detrás de ti, de tu leve peso, de tu leve paso oscilante, elegante hacia la muerte! ¡Has pasado por la calle como por el tiempo, como por los siglos! Otro año pasará en que vibraremos con la vida, o la soportaremos. Otro año pasará de amores, desamores, de trances inesperados, de muertes sobrevenidas o esperadas, de alegría, de tristeza, de melancolía y satisfacciones, de personas amadas, respetadas, odiadas, de labor y afanes. Todo en esta Jerusalén hispadense que sólo se detendrá otra madrugada de Viernes Santo, cuando una voz de alguien, dando calor al relente de la primavera, diga ¡Ya está ahí la crude guía! Subtítulos realizados por la comunidad de Amara.org