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Lisbeth Rodríguez

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In Chapter 7, Amaranta watches Aurelio José shave for the first time and reflects on their relationship. They had a close bond since childhood, with Amaranta bathing him and later becoming intimate. However, Amaranta realizes the danger of their passion and ends their relationship abruptly. Aurelio José joins his father in the war, but their forces are defeated multiple times. Eventually, a truce is reached between the two sides, and General Moncada becomes the mayor of Macondo, bringing stability to the town. The school is also restored, and Aurelio José's twin brothers are among the first students. Capítulo 7 Sentada en el mercedero de miembre con la labor interrumpida en el regazo, Amaranta contemplaba a Aurelio José con el mentón embadurnado de espuma, afilándola en la baja barbera en la penca para afeitarse por primera vez. Desangró las espinillas, se cortó el labio superior tratando de modelarse un bigote de pelusas rubias y después de todo quedó igual que antes, pero el laborioso proceso le dejó a Amaranta la impresión de que en aquel instante había empezado a envejecer. —Estás idéntico a Aurelio cuando tenía tu edad —dijo. —Ya eres un hombre. Lo era desde hacía mucho tiempo, desde el día ya lejano en que Amaranta creyó que aún era un niño y siguió desnudándose en el baño delante de él, como lo había hecho siempre, como se acostumbra hacerlo desde que Pilar Ternera se lo entregó para que acabara de criarlo. La primera vez que él la vio, lo único que le llamó la atención fue la profunda depresión entre los senos. Era entonces tan inocente que preguntó qué le había pasado. Y Amaranta fingió excavarse el pecho con la punta de los dedos y contestó. Le sacaron tajadas y tajadas y tajadas. Tiempo después, cuando ella se restableció del suicidio de Pietro Cresti y volvió a bañarse con Aurelio José, este ya no se fijó en la depresión, sino que experimentó un estremecimiento desconocido ante la visión de los senos espléndidos de personas moradas. Siguió examinándola, descubriendo palmo a palmo el milagro de su intimidad y sintió que su piel se erizaba en la contemplación, como se erizaba la piel de ella al contacto del agua. Desde muy niño tenía la costumbre de abandonar la maca para amanecer en la cama de Amaranta, cuyo contacto tenía la virtud de disipar el miedo a la oscuridad. Pero desde el día en que tuvo conciencia de su desnudez, no era el miedo a la oscuridad lo que lo impulsaba a meterse en su mosquitero, sino el anhelo de sentir la respiración tibia de Amaranta al amanecer. Una madrugada por la época en la que ella rechazó al coronel Gerinaldo Marquez, Aurelio José despertó con la sensación de que le faltaba el aire. Sintiendo los ojos de Amaranta como unos gusanitos calientes y ansiosos que buscaban su vientre, fingiendo dormir, cambió de posición para eliminar toda dificultad. Entonces sintió la mano sin la venda negra, buceando como un molusco ciego entre las algas de su ansiedad. Aunque aparentaron ignorar lo que ambos sabían y lo ubicado no sabía que el otro sabía, desde aquella noche quedaron mancornados por una complicidad inviolable. Aurelio José no podía conciliar el sueño mientras no escuchaba el valse de las doce en el reloj de la sala, y la madura doncella cuya piel empezaba a entristecerse no tenía un instante de sosiego mientras no sentía deslizarse en el mosquitero aquel fenómeno que ella había criado. Sin pensar que sería un paliativo para su soledad, entonces no solo durmieron juntos, desnudos, intercambiando caricias agotadoras, sino que se perseguían por los rincones de la casa y se encerraban en los dormitorios a cualquier hora, en un permanente estado de exaltación sin alivio. Estuvieron a punto de ser sorprendidos por Úrsula, una tarde que entró al granero cuando ellos empezaban a besarse. ¿Quieres mucho a tu tía? le preguntó ella de un modo inocente a Aurelio. Él contestó que sí. ¿Haces bien? concluyó Úrsula y acabó de medir la harina para el pan y regresó a la cocina. Aquel episodio sacó amaranta del delirio. Se dio cuenta de que había llegado demasiado lejos de que ella no estaba jugando a los besitos con un niño, sino chapaleando en una pasión otoñal peligrosa y sin porvenir. Y le cortó de un tajo. Aurelio José, que entonces terminaba su adestramiento militar, acabó por admitir la realidad y se fue a dormir al cuartel. Los sábados iba con los soldados a la tienda de Catarino. Se consolaba de su abrupta soledad, de su adolescencia prematura, con mujeres dolorosas a flores muertas que él idealizaba en las tinieblas y las convertía en amaranta mediante ansiosos esfuerzos de imaginación. Poco después, empezaron a recibir noticias contradictorias de guerra. Entonces, el propio gobierno admitía los progresos de la rebelión. Los oficiales de Macondo tenían informes confidenciales de la inminencia de una paz negociada. A principios de abril, un emisario especial se identificó ante el coronel Gerinaldo Marquez. Le confirmó que, en efecto, los dirigentes del partido habían establecido contactos con jefes rebeldes del interior y estaban en vísperas de concertar el armisticio a cambio de tres ministerios para los liberales, una representación minoritaria en el Parlamento y la Amnistía General para los rebeldes que depusieran las armas. El emisario llevaba una orden altamente confidencial del coronel Aurelio Buendía y que estaba en desacuerdo con los términos del armisticio. El coronel Gerinaldo Marquez debía seleccionar a cinco de sus mejores hombres y prepararse para abandonar con ellos el país. La orden se cumplió dentro de la más estricta reseña. Una semana antes de que se anunciara el acuerdo y en medio de una tormenta de rumores contradictorios, el coronel Aurelio Buendía y diez oficiales de confianza, entre ellos el coronel Roque Carnicero, llegaron sigilosamente a Macondo después de la medianoche, dispersaron la guarnición, enterraron las armas y destruyeron los archivos. Al amanecer habían abandonado el pueblo con el coronel Gerinaldo Marquez y sus cinco oficiales. Fue una operación tan rápida y confidencial que Úrsula no se enteró de ella sino a última hora, cuando alguien dio unos golpecitos en la ventana de su dormitorio y murmuró, si quiere ver al coronel Aurelio Buendía, asómese ahora mismo a la puerta. Úrsula saltó de la cama y salió a la puerta en ropa de dormir y apenas alcanzó a percibir el galope de la caballada que abandonaba el pueblo en medio de una muda polvareda. Sóla al siguiente día se enteró de que Aurelio José se había ido con su padre. Diez días después de una comunicación conjunta del gobierno y la oposición anunció el término de la guerra. Se tuvieron noticias del primer levantamiento armado del coronel Aurelio Buendía en la frontera occidental. Sus fuerzas escasas y mal armadas fueron dispersadas en menos de una semana. Pero en el curso de ese año, mientras liberales y conservadores trataban de que el país creyera en la reconciliación, intentó otros siete alzamientos. Una noche cañoneó a Río Hacha desde una goleta y la guarnición sacó de sus camas y fusiló en represalia a los 14 liberales más conocidos de la población. Ocupó por más de 15 días una aduana fronteriza y desde allí dirigió a la nación un llamado a la guerra general. Otra de sus expediciones se perdió tres meses en la selva en una disparatada tentativa de atravesar más de 1.500 kilómetros de territorio virgen para proclamar la guerra en los suburbitos de la capital. En cierta ocasión estuvo a menos de 20 kilómetros de Macondo y fue obligada por las patrullas del gobierno a internarse en las montañas muy cerca de la región encantada donde su padre encontró muchos años antes el fósil de un galeón español. Por esa época murió visintación, se dio el gusto de morirse de muerte natural después de haber renunciado a un trono por temor al insomnio y su última voluntad fue que desenterraran de debajo de su cama el suelo. Ahorrando en más de 20 años y se lo mandaron al coronel Aurelio Buendía para que siguiera la guerra. Pero Úrsula no se tomó el trabajo de sacar ese dinero porque en aquellos días se rumoraba que el coronel Aurelio Buendía había sido muerto en un desembarco cerca de la capital provincial. El anuncio oficial, el cuarto en menos de dos años, fue tenido, por cierto, durante casi seis meses, pues nada volvió a saberse de él. De pronto, cuando ya Úrsula y Amaranta habían superpuesto un nuevo luto de los anteriores. Desde entonces, aún en los periodos más encarnizados de la guerra, los dos comandantes concertaron treguas para intercambiar prisioneros. Eran pausas con un cierto ambiente festivo que el general Moncada aprovechaba para enseñar a jugar ajedrez al coronel Aurelio Buendía. Se hicieron grandes amigos. Llegaron inclusive a pensar en la posibilidad de coordinar a los elementos populares de ambos partidos para liquidar la influencia de los militares y los políticos profesionales e instaurar un régimen humanitario que aprovechara lo mejor de cada doctrina. Cuando terminó la guerra, mientras el coronel Aurelio Buendía se escabullía por los desfiladeros de la subversión permanente, el general Moncada fue nombrado corregidor de Macondo. Vistió su traje civil, sustituyó a los militares por agentes de la policía desarmados, hizo respetar las leyes de amnistía y auxilió a algunas familias de liberales muertos en campaña. Consiguió que Macondo fuera erigido en municipios y fue por tanto su primer alcalde. Y creó un ambiente de confianza que hizo pensar en la guerra como en una absurda pesadilla del pasado. El padre Nicanor, consumido por las fiebres hepáticas, fue reemplazado por el padre coronel a quien llamaban el cachorro. Veterano de la primera guerra federalista, Bruno Crespi, casado con Amparo Moscote, y cuya tienda de juguetes e instrumentos musicales no se cansaba de prosperar, construyó un teatro que las compañías españolas incluyeron en sus itinerarios. Era un vasto salón al aire libre con escaños de madera, un telón de terciopelo con máscaras griegas y tres taquillas en forma de cabezas de león por cuyas bocas abiertas se vendían los boletos. Fue también por esa época que se restauró el edificio de la escuela. Se hizo cargo de ella don Meshor Escalona, un maestro viejo mandado de la ciénaga que hacía caminar de rodillas en el patio de Caliche a los alumnos disciplinados, que le hacía comer ají picante a los lenguaraces con la complacencia de los padres. Aurelio II y José Arcadio II, los voluntarios gemelos de San Sofía de la Piedad, fueron los primeros que se sentaron en el salón de clases con sus pizarras y sus guises y sus jarritos de aluminio marcado con sus nombres. Remedios, heredada de la belleza pura de su madre, empezaba a ser conocida como Remedios, la belleza. A pesar del tiempo de los lutos superpuestos y las aflicciones acumuladas, Úrsula resistía a envejecer. Ayudaba por Santa Sofía de la Piedad había dado un nuevo impulso a su industria de repostería y no sólo recuperó en pocos años la fortuna de su hijo, se gastó en la guerra, sino que se volvió a atiborrar de oro puro los calabazones enterrados en el dormitorio. Mientras Dios me debida, solía decir, no faltará la planta en esta casa de locos. Así estaban las cosas cuando Aurelio José desertó de las tropas federalistas de Nicaragua. Se enroló en la tripulación de un buque alemán y apareció en la cocina de la casa. Macizo con un caballo, prieto y peludo como un indio y con la secreta determinación de casarse con Amaranta. Cuando Amaranta lo vio entrar, sin que él hubiera dicho nada, supo de inmediato por qué había vuelto. En la mesa no se atrevían a mirarse a la cara, pero dos semanas después de regreso, estando Úrsula presente, él fijó sus ojos en los de ella y le dijo, siempre pensaba mucho en ti. Amaranta le huía, se prevenía contra los encuentros casuales, procuraba no separarse de remedios. La bella le indignó el rubor que adornó sus mejillas el día en que el sobrino le preguntó. Así padeció el exilio, buscando la manera de matarla con su propia muerte, hasta que le oyó contar a alguien el viejo cuento del hombre que se casó con una tía, que además era su prima y cuyo hijo terminó siendo abuelo de sí mismo. Es que uno no se puede casar con una tía, preguntó el asombrado. No solo se puede, le contestó un soldado, sino que estamos haciendo esta guerra contra los curas para que uno se pueda casar con su propia madre. Quince días después desertó, encontró a Amaranta más ajada que en el recuerdo, más melancólica, más pudibunda, y ya doblando en realidad el último cabo de madurez, pero más febril que nunca en las tinieblas del dormitorio, y más desafiante que nunca en la agresividad de su resistencia. Eres un bruto, le decía Amaranta, acosada por sus perros de presa. No es cierto que se le pueda hacer esto a una pobre tía, como no sea dispuesta, no sea con dispensa especial del papa. Aurelio José prometía ir a Roma, prometía recorrer Europa de rodillas y besar las sandalias del sumo contifese solo para que ella bajara sus puentes levadizos. No es solo eso, rebatía Amaranta, es que nacen los hijos con cola de puerco. Aurelio José era sordo a todo argumento, aunque nazcan armadillos, suplicaba. Una madrugada, vencido por el dolor insoportable de la virilidad reprimida, fue a la tienda de Catrino. Encontró a una mujer de senos flácidos, cariñosa y barata, que le apareció el vientre por algún tiempo. Trató de aplicarle a Amaranta el tratamiento del desprecio. La veía en el corredor cosiendo en una máquina de manivela que había aprendido a manejar con habilidad admirable, y ni siquiera le dirigía la palabra. Amaranta se sintió liberada de un lastre, y ella misma no comprendió por qué volvió a pensar entonces en el coronel Gerimeldo Márquez. Por qué evocaba con tanta nostalgia las paredes de damas chinas, y por qué llevó inclusive a desearlo como hombre de dormitorio. Aurelio José no se imaginaba cuánto terreno había perdido. La noche en que no pudo resistir más la farsa de la indiferencia, y se volvió al cuarto de Amaranta. Ella lo rechazó con una determinación inflexible, inevoca, y echó para siempre la aldea del dormitorio. Pocos meses después del regreso de Aurelio José, se presentó en la casa una mujer exuberante, perfumada de jazmín, con un niño de unos cinco años. Afirmó que era el hijo del coronel Aurelio Buendía, y lo llevaba para que Úrsula lo bautizara. Nadie puso en duda el origen de aquel niño sin nombre. Era igual al coronel. Por los tiempos en que lo llevaron a conocer el hielo, la mujer contó que había nacido con los ojos abiertos, mirando a la gente con criterio de persona mayor, y que le asustaba su manera de fijar la mirada en cosas sin parpadear. Es idéntico, dijo Úrsula. Lo único que falta es que haga rodar las sillas con solo mirarlas. Lo bautizaron con el nombre de Aurelio y con el apellido de su madre, porque la ley no le permitía llevar el apellido del padre mientras éste no lo reconociera. El general Moncada sirvió de padrino. Aunque Amaranta insistió en que se lo dejaran para acabar de criarlo, la madre se opuso. Úrsula ignoraba entonces la costumbre de mandar doncellas a los dormitorios de los guerreros, como se le soltaba gallinas a los gallos finos. Pero en el curso de ese año se enteró. Nueve hijos más del coronel Aurelio Buendía fueron llevados a la casa para ser bautizados. El mayor, un extraño moreno de ojos verdes que nada tenía que ver con la familia paterna, había pasado de los días. Llevaron niños de todas las edades, de todos los colores, pero todos varones y todos con un aire de soledad que no permitía poner en duda el parentesco. Solo dos se distinguieron del montón. Uno demasiado grande para su edad, que hizo añicos los floreros y varias piezas de la vajilla, porque sus manos parecían tener la propiedad de despedazar todo lo que tocaba. El otro era un rubio con los mismos ojos carsos que su madre, a quien había dejado el cabello largo y con bucles, como a una mujer. Entró a la casa con mucha familiaridad, como si hubiera sido criado en ella. Fue directamente a un arco del dormitorio de Úrsula y exigió que era la bailarina de cuerdas. Úrsula se asustó. Abrió el arcón, se buscó entre los anticuados y polvorientos objetos de los tiempos de Melichiades y entonces envuelta encontró en un par de medias la bailarina de cuerdas, que alguna vez llevó Pietro Crespi a la casa y de la cual nadie había vuelto a acordarse. En menos de 12 años, bautizaron con nombre de Aurelio y con el apellido de la madre a todos los niños que diseminó el coronel a lo largo y a lo ancho de sus territorios de guerra. 17. Al principio, Úrsula les llenaba los bolsillos de dinero y Amarante intentaba quedarse con ellos, pero terminaron por limitarse a hacerles un regalo y a servirles de madrinas. Cumplimos con bautizarlos, decía Úrsula, anotando en una libreta el nombre y la dirección de las madres y el lugar y fecha de nacimiento de los niños. Aurelio ha de llevar bien sus cuentas, así será el quien tome las determinaciones cuando regrese. En el curso de un almuerzo, comentando con el general Moncada aquella desconcertante proliferación expresó el deseo de que el coronel Aurelio Buendía volviera alguna vez para reunir a todos sus hijos en la casa. No se preocupe, comadre, dijo enigmáticamente el general Moncada. Vendrá más pronto de lo que usted se imagina. Lo que el general Moncada sabía y que no quiso revelar en el almuerzo era que el coronel Aurelio Buendía estaba ya en camino para ponerse al frente de la rebelión más prolongada, radical y sangrienta de cuantas se habían intentado hasta entonces. La situación volvió a ser tan tensa como en los meses que precedieron a la primera guerra. Las riñas de gallos animadas por el propio alcalde fueron suspendidas. El capitán Aquiles Ricardo, comandante de la guarnición, asumió en la práctica el poder municipal. Los liberales lo señalaron como un provocador. Algo tremendo va a ocurrir, le decía Úrsula a Aurelio José. No salgas a la calle después de las seis de la tarde. Eran súplicas inútiles. Aurelio José, al igual que Arcadio en otra época, había dejado de pertenecerle. Era como si el regreso a la casa, la posibilidad de existir sin molestarse por las urgencias cotidianas, hubieran despertado en él la vocación concupciente y decidiosa de su tío José Arcadio. Su pasión por amar a Anta se extinguió sin dejar cicatrices. Andaba un poco al garante, jugando villar, sobrellevando su soledad con mujeres ocasionales, saqueando los requisitos donde Úrsula olvidaba el dinero traspuesto. Terminó por no volver a la casa sino para cambiarse de ropa. Todos son iguales, se lamentaba Úrsula. Al principio se crean muy bien, son obedientes y formales, y parecen incapaz de matar una mosca. Y apenas se les sale la barba, se tiran a la perdición. Al contrario de Arcadio, que nunca conoció su verdadero origen, él se enteró de que era hijo de Pilar Ternera, quien le había colgado una hamaca para que hiciera la siesta en su casa. Eran más que madre e hijo, cómplices en la soledad. Pilar Ternera había perdido el rostro de toda esperanza. Su risa había adquirido tonalidades de órgano. Sus senos habían sucumbido al tejido de las caricias eventuales. Su vientre y sus muslos habían sido víctimas de su irrevocable destino de mujer repartida. Pero su corazón envejecía sin amargura. Gorda, lenguarazgo, con infulas, se matrona en desgracia. Renunció a la ilusión estéril de las barajas y encontró un remanso de concoasencia en los amores ajenos, en la casa donde Uriel y José dormían la siesta. Las muchachas del vecindario recibían a sus amantes casuales. ¿Me prestas el cuarto, Pilar? Le decían simplemente cuando ya estaban dentro. Por supuesto, decía Pilar. Y si alguien estaba presente, le explicaba. Soy feliz sabiendo que la gente es feliz en la cama. Nunca cobraba el servicio, nunca negaba el favor. Y como no se lo negó a los incontables hombres que la buscaban hasta en el crepúsculo de su madurez, sin proporcionarle dinero ni amor. Y solo algunas veces placer. Sus cinco hijas, herederas de una semilla ardiente, se perdieron por los vericuetos de la vida desde la adolescencia. De los dos varones que alcanzó a pillar, uno murió peleando en los huestes del coronel Aurelio Buendía y el otro fue herido y capturado a los catorce años, cuando intentaba robarse un huecal de gallinas en un pueblo de la Ciénaga. En cierto modo, Aurelio José fue el hombre alto y moreno que durante medio siglo le anuncia el rey de copas. Y como todos los enviados de las barajas, llegó a su corazón cuando ya estaba marcado por el signo de la muerte. Ella lo vio en los naipes. No salgas esta noche, le dijo. Quédate a dormir aquí, que Carmelita Montiel se ha cansado de rogarme que la meta en tu cuarto. Aurelio José no captó el profundo sentido de súplica que tenía aquella oferta. Dile que me espere a la medianoche, dijo. Se fue al teatro donde una compañía española anunciaba el puñal del zorro, que en realidad era la obra de Zorrilla, con el nombre cambiado por orden del capitán Aquiles Ricardo, porque los liberales les llamaban godos a los conservadores. Sólo en el momento de entregar el boleto en la puerta, Aurelio José se dio cuenta de que el capitán Aquiles Ricardo, con dos soldados armados de fusiles, estaba cateando a la concurrencia. Cuidado, capitán, le advirtió Aurelio José. Todavía no ha nacido el hombre que me ponga las manos encima. El capitán intentó catearlo por la fuerza y Aurelio José, que andaba desarmado, se echó a correr. Los soldados desobedecieron la orden de disparar. Es un buen día, explicó uno de ellos, ciego de furia. El capitán le arrebató entonces el fusil, se abrió en el centro de la calle y apuntó. Cabrones, alzó a gritar. Ojalá fuera el coronel Aurelio Buendía. Carmelita Montiel, una virgen de 20 años, acababa de bañarse con agua de azahares y estaba regando hojas de romero en la cama de Pilar Ternera cuando sonó el disparo. Aurelio José estaba destinado a conocer con ella la felicidad que le negó a Maranta, a tener siete hijos y a morirse de viejo en sus brazos. Pero la bala de fusil que le entró por la espalda y le despedazó el pecho estaba dirigida por una mala interpretación de las barajas. El capitán, Aquiles Ricardo, que era en realidad quien estaba destinado a morir esa noche, dio efecto cuatro horas antes de que Aurelio José, apenas sonó el disparo, fue derribado por dos balazos simultáneos cuyo origen no se estableció nunca y un grito multidinario estremeció la noche. Vive el Partido Liberal, vive el coronel Aurelio Buendía. A las doce, cuando Aurelio José acabó de desangrarse y Carmelita Montiel encontró en blanco los naites de su porvenir, más de cuatrocientos hombres habían desfilado frente al teatro y habían descargado sus revólveres contra el cadáver abandonado del capitán Aquiles Ricardo. Se necesitó una patrulla para poner en un carretilla el cuerpo apalmazado de plomo que se desbarataba como un pan ensopado. Contrariado por las impertinencias del ejército regular, el general José Raquel Moncada movilizó sus influencias políticas, volvió a vestir el uniforme y asumió la jefatura civil y militar de Macondo. No esperaba, sin embargo, que su actitud conciliatoria pudiera impedir lo inevitable. Las noticias de septiembre fueron contradictorias. Mientras el gobierno anunciaba que mantenía el control en todo el país, los liberales recibían informes secretos de levantamientos armados en el interior. El régimen no admitió el estado de guerra, mientras no se proclamó en un bando que se le había seguido consejo de guerra. En ausencia al coronel Aurelio Buendía había sido condenado a muerte. Se ordenaba cumplir la sentencia a la primera guarnición que lo capturara. Esto quiere decir que ha vuelto, se alegró Úrsula ante el general Moncada, pero él mismo lo ignoraba. En realidad, el coronel Aurelio Buendía estaba en el país desde hacía más de un mes. Procedido de rumores contradictorios, supuestos al mismo tiempo en los lugares más apartados, el propio general Moncada no creyó en su regreso, sino cuando se anunció oficialmente que se había apoderado de dos estados del litoral. La felicito, comadre, le dijo a Úrsula, mostrándole el telegrama. Muy pronto lo tendrá aquí. Úrsula se preocupó entonces por primera vez. ¿Y usted qué hará, compadre? Preguntó. El general Moncada se había hecho esa pregunta muchas veces. Lo mismo que él, comadre, contestó. Cumplir con mi deber. El primero de octubre, al amanecer, el coronel Aurelio Buendía con mil hombres bien armados atacó a Macondo y la guarnición recibió la orden de resistir hasta el final. A mediodía, mientras el general Moncada almorzaba con Úrsula, un cañonazo rebelde que retumbó en todo el pueblo pulverizó la fachada de la tesorería municipal. Están tan bien armados como nosotros, suspiró el general Moncada, pero además pelean con más ganas. A las dos de la tarde, mientras la tierra temblaba con los cañonazos de ambos lados, se despidió de Úrsula con la certidumbre de que estaba librando una batalla perdida. Juego a Dios que esta noche no tenga Aurelio en la casa, dijo. Se suicida en un abrazo de mi parte porque yo no espero verlo más nunca. Esa noche fue capturado cuando trataba de fugarse de Macondo. Después escribió una extensa carta al coronel Aurelio Buendía en la cual le recordaba los propósitos comunes de humanizar la guerra y le deseaba una victoria definitiva contra la corrupción de los militares y las ambiciones de los políticos de ambos partidos. Al día siguiente, el coronel Aurelio Buendía almorzó con él en casa de Úrsula, donde fue recluido hasta que un consejo de guerra revolucionario decidiera su destino. Fue una reunión familiar, pero mientras los adversarios olvidaban la guerra para evocar recuerdos del pasado, Úrsula tuvo la sombra impresión de que su hijo era un intruso. La había tenido desde que lo vio entrar protegido por un ruidoso aparato militar que volteó los dormitorios de derecho y al revés hasta convencerse de que no había ningún riesgo. El coronel Aurelio Buendía no solo aceptó, sino que impartió órdenes de una severidad termitante y no permitió que nadie se le acercara a menos de tres metros, ni siquiera a Úrsula, mientras los miembros de su escolta no terminaron de establecer las guardias alrededor de la casa, vestía un uniforme de drill ordinario sin insignias de ninguna clase y unas botas altas con espuelas embadurnadas de barro y sangre seca. Llevaba al cinco una escuadra con la funda desabrochada y la mano siempre apoyada en la culata revelaba la misma tensión vigilante y resultado de la mirada. Su cabeza, ahora con entradas profundas, parecía horneada a fuego lento. Su rostro, cuarteado por la sal del Caribe, había adquirido una dureza metálica. Estaba preservado contra la vejez eminente por una vitalidad que tenía algo que ver con la frialdad de las entrañas. Era más alto de cuando se fue, más pálido y óseo, y manifestaba los primeros síntomas de resistencia a la nostalgia. Dios mío, se dijo Úrsula, alarmada, ahora parece un hombre capaz de todo. Lo era. Él rebozó a Azteca que lo llevó a Amaranta. Las evocaciones que hizo en el almuerzo, las diversas anécdotas que contó eran simples rescoldos de su humor de otra época. No bien se cumplió la orden de enterrar a los muertos en la fosa común, asignó al coronel Roque Carnicero la misión de apresurar los juicios de guerra, y él se empeñó en la agotadora tarea de imponer las reformas radicales que no dejaran piedra sobre piedra en la revenida estructura del régimen conservador. Tenemos que anticiparnos a los políticos del partido, decía a sus asesores. Cuando abran los ojos a la realidad se encontrarán con los hechos consumados. Fue entonces cuando decidió revisar los títulos de propiedad de la tierra, y descubrió las tropelias legalizadas de su hermano José Arcadio. Anuló los registros de una plumada. En último gesto de cortesía, desatendió sus asuntos por una hora y visitó a Rebeca para ponerle al corriente de su determinación. En la penumbra de la casa la viuda solitaria, quien en tiempo fue la confidente de sus amores reprimidos y cuya obstinación le salvó la vida, era un espectro del pasado. Cerrada de negro hasta los puños, con el corazón convertido en cenizas, apenas sí tenía noticias de la guerra. El coronel Aurelio Buendía tuvo la impresión de que la fosforencia de sus huesos traspasaba la piel y que ella se movía a través de una atmósfera de fuegos fautos en un aire estancado donde aún se percibía un recondito olor a pólvora. Empezó por aconsejarle que moderara el rigor de su luto y que ventilara la casa, que le perdonara al mundo la muerte de José Arcadio, pero ya Rebeca estaba a salvo de toda vanidad. Después de buscarla inútilmente en el sabor de la tierra en las cartas perfumadas de Pietro Crespi en la cama temperosa de su marido, había encontrado la paz en aquella casa donde los recuerdos se materializaron por la fuerza de la evocación implacable y se paseaban como seres humanos por los cuartos claustrados estirada en su humedecedor de miembre mirando al coronel Aurelio Buendía como si fuera él quien pareciera un espectro del pasado. Rebeca ni siquiera se conmovió con la noticia de que las tierras usurpadas por José Arcadio serían restituidas a sus dueños legítimos. Se hará lo que tú dispongas, Aurelio suspiró. Siempre creí, y lo confirmo ahora, que eres un descastado. La revisión de los títulos de propiedad se consumó al mismo tiempo que los juicios sumarios presidos por el coronel Gerimeldo Marquez y concluyeron con el fusilamiento de toda la oficialidad del ejército regular prisionera de los revolucionarios. El último consejo de guerra fue el del general José Raquel Moncada. Úrsula intervino. Es el mejor gobernante que hemos tenido en Macondo, le dijo al coronel Aurelio Buendía. Ni siquiera tengo nada que decirte de su buen corazón. Del efecto que nos tiene, porque tú lo conoces mejor que nadie, el coronel Aurelio Buendía fijó en ella una mirada de reprobación. No puedo arrogarme la facultad de administrar justicia, replicó. Si usted tiene algo que decir, dígalo ante el consejo de guerra. Úrsula no solo lo hizo, sino que llevó a declarar a todas las madres de los oficiales revolucionarios que vivían en Macondo. Una por una, las viejas fundadoras del pueblo, varias de las cuales habían participado en la temeraria travesía de la sierra, exaltaron las virtudes del general Moncada. Úrsula fue la última en el desfile. Su dignidad luctuosa, el peso de su nombre, la convivencia vehemencia de su declaración hicieron vacilar por un momento el equilibrio de la justicia. Ustedes han tomado muy en serio este juego espantoso. Y han hecho bien, porque están cumpliendo con su deber, dijo a los miembros del tribunal. Pero no olviden que mientras Dios nos dé vida, nosotras seguiremos siendo madres. Y por muy revolucionarios que sean, tenemos derecho de bajar de los pantalones y darles una cueriza a la primera falta de respeto. El jurado se retiró a deliberar cuando todavía resonaban esas palabras en el ámbito de escuela convertida en cuartel. A medianoche, el general José Raquel Moncada fue sentenciado a muerte. El coronel Aurelio Buendía, a pesar de las violentas examinaciones de Úrsula, se negó a conmutarle la pena. Poco antes del amanecer visitó al sentenciado en el cuartel del CEP. Recuerda, compadre, le dijo, que no te fusilo yo, te fusila la revolución. El general Moncada ni siquiera se levantó del catre al verlo entrar. Vete a la mierda, compadre, replicó. Hasta ese momento, desde su regreso, el coronel Aurelio Buendía no se había concedido la oportunidad de verlo con el corazón. Se asombró de cuánto había envejecido, del temblor de sus manos, de la conformidad un poco rutinaria con que esperaba la muerte. Y entonces se experimentó un hondo desprecio por sí mismo que confundió con un principio de misericordia. Sabes mejor que yo, dijo, que todo consejo de guerra es una farsa y que en verdad tienes que pagar los crímenes de otros, porque esta vez vamos a ganar la guerra a cualquier precio. Tú, en mi lugar, ¿no hubieras hecho lo mismo? El general Moncada se incorporó para limpiarse los gruesos anteojos de Carey con el faldón de la camisa. Probablemente, dijo. Pero lo que me preocupa no es que me fusile, porque al fin y al cabo para la gente como nosotros esto es muerte natural. Puso los lentes en la cama y se quitó el reloj de Leontina. Lo que me preocupa, agregó, es que de tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta adhesión. Se quitó el anillo matrimonial y la medalla de la Virgen de los Remedios y los puso junto con los lentes y el reloj. A este paso, concluyó, no solo serás el dictador más testótico y sanguinario de nuestra historia, sino que fusilarás a mi comadre Úrsula tratando de apaciguar tu conciencia. El coronel Aurelio Buendía permaneció impasible. El general Moncada le entregó entonces los lentes, la medalla, el reloj, el anillo y cambió de tono. Pero no te hice venir para regañarte, dijo. Quería suplicarte el favor de mandarle esas cosas a mi mujer. El coronel Aurelio Buendía se las guardó en los bolsillos. ¿Sigue en Manaure? Sigue en Manaure, confirmó el general Moncada. En la misma casa detrás de la iglesia donde mandaste aquella carta. Lo haré con mucho gusto, José Raquel, dijo el coronel Aurelio Buendía. Cuando salió al aire azul de neblina, el rostro se lo humedeció como un otro amanecer del pasado. Y sólo entonces comprendió por qué había dispuesto que la sentencia se cumpliera en el patio y no en el muro del cementerio. El pelotón formado frente a la puerta le rindió honores de jefe de estado. Ya puede entrar Erlo, ordenó. Capítulo 8 El general Gerinaldo Marquez fue el primero que percibió el vacío de la guerra. En su condición de jefe civil y militar de Macondo, sostenía dos veces por semana conversaciones telegráficas con el coronel Aurelio Buendía. Al principio, aquellas entrevistas determinaban el curso de una guerra de carne y hueso, cuyos contornos perfectamente definidos permitían establecer en cualquier momento el punto exacto en que se encontraba y prever sus rumbos futuros. Aunque nunca se dejaba arrastrar al terreno de las confidencias, ni siquiera por sus amigos más próximos, el coronel Aurelio Buendía conservaba entonces el tono familiar que permitía identificarlo al otro extremo de la línea. Muchas veces prolongó las conversaciones más allá del término previsto y las dejó derivar hacia comentarios de carácter doméstico. Poco a poco, sin embargo, y a medida que la guerra se iba intensificando y extendiendo, su imagen se fue borrando en un universo de irrealidad. Los puntos y rayas de su voz eran cada vez más remotos e inciertos y se unían y combinaban para formar palabras que paulativamente fueron perdiendo todo sentido. El coronel Gerinaldo Marquez se limitaba entonces a escuchar, abrumado por la impresión de estar en contacto telegráfico con un desconocido de otro mundo. Comprendido, Aurelio concluía en el manipulador, viva el Partido Liberal, terminó por perder todo contacto con la guerra. Lo que en otro tiempo fue una actividad real, una pasión irresistible de su juventud, se convirtió para él en una referencia remota, un vacío. Su único refugio era el consul costurero de Amaranta. La visitaba todas las tardes, le gustaba contemplar sus manos mientras guisaba espumas de holán en la máquina de maribela que hacía girar remedios la bella. Pasaba muchas horas sin hablar, conformes con la compañía recíproca, pero mientras Amaranta se complacía íntimamente en mantener vivo el fuego de su devoción, él ignoraba cuáles eran los secretos de sí mismos de aquel corazón indescifrable. Cuando se conoció la noticia de su regreso, Amaranta se había ahogado de ansiedad. Pero cuando lo vio entrar en la casa, confundido con la ruidosa escolta del coronel Aurelio Buendía y lo vio maltratado por el rigor del destierro, envejecido por la edad y el olvido, sucio de sudor y polvo, oloroso a rebaño, feo, con el brazo izquierdo encabestrillo, sintió desfallecer de desilusión. Dios mío, pensó, no era este el que esperaba. Al día siguiente, sin embargo, él volvió a la casa afeitado y limpio, con el bigote perfumado de agua de azucena y sin el cabestrillo ensangrentado. Le llevaba un breviario de pasas nacaradas. —¡Qué raros son los hombres! —dijo ella, porque no encontró otra cosa que decir. —Se pasan la vida peleando contra los curas y regalan libros de oraciones. Desde entonces, aun en los días más críticos de la guerra, la visitó todas las tardes, muchas veces cuando no estaba presente, remedios la vella. Era él quien le daba vueltas a la rueda de la máquina de coser. Amaranta se sentía turbada por la perseverancia, la lealtad y la sumisión de aquel hombre, investido de tanta autoridad, que, sin embargo, se despojaba de sus armas en la sala para entrar en defenso al costurero. Pero durante cuatro años, él le reiteró su amor y ella encontró siempre la manera de rechazarlo sin herirlo. Porque, aunque no conseguía quererlo, ya no podía vivir sin él. Remedios la vella, que parecía indiferente a todo y de quien se pasaba, pensaba que era retrasado mental, no fue insensible a tanta devoción e intervino en favor del coronel Gerinaldo Márquez. Amaranta descubrió de pronto que aquella niña que había criado y que apenas despuntaba a la adolescencia era ya la criatura más bella que se había visto en Macondo. Sintió renacer en su corazón el rencor que en otro tiempo experimentó contra Rebeca y rogándole a Dios que no la arrastrara hasta el extremo de desearle la muerte, la desesterró del costurero. Fue por esa época que el coronel Gerinaldo Márquez empezó a sentir el hastío de la guerra. Apeló a sus reservas de persecución, a su inmensa y reprimida ternura, dispuesto a renunciar por Amaranta a una gloria que le había costado el sacrificio de sus mejores años. Pero no logró convencerla. Una tarde de agosto, agobiado por el peso insoportable de su propia obstinación, Amaranta se encerró en el dormitorio a llorar por su soledad hasta la muerte, después de darle la respuesta definitiva a su pretendiente tenaz. Olvidémonos para siempre, le dijo, ya somos demasiado viejos para esas cosas. El coronel Gerinaldo Márquez acudió aquella tarde a un llamado telegráfico del coronel Aurelio Buendía. Fue una conversación rutinaria que no había de abrir ninguna brecha en la guerra estancada. Al terminar, el coronel Gerinaldo Márquez contempló las calles desoladas, el agua cristalizada en los almedros y su encontró perdido en la soledad. Aurelio dijo tristemente en el manipulador, está lloviendo en Macondo. Hubo un largo silencio en la línea. De pronto los aparatos saltaron con los signos despiadados del coronel Aurelio Buendía. No seas pendejo Gerinaldo, dijeron los signos. Es natural que esté lloviendo en agosto. Tenía tanto tiempo de no verse que el coronel Gerinaldo Márquez se desconcertó con la agresividad de aquella reacción. Sin embargo, dos meses después, cuando el coronel Aurelio Buendía volvió a Macondo, el desconcierto se transformó en espudor. Hasta Úrsula se sorprendió de cuánto había cambiado. Llegó sin ruido, sin escolta, envuelto en una manta a pesar del calor y con tres amantes que instaló en una misma casa, donde pasaba la mayor parte del tiempo tendido en una hamaca. Apenas sí leía los despachos telegráficos que informaban de operaciones rutinarias. En cierta ocasión, el coronel Gerinaldo Márquez le pidió instrucciones para la evacuación de una localidad fronteriza que amenazaba con convertirse en un conflicto internacional. No me molestes por pequeñeces, le ordenó él. Consúltalo con la Divina Providencia. Era tal vez el momento más crítico de la guerra. Los terrenientes liberales que al principio apoyaban la revolución habían suscrito alianzas secretas con los terratenientes conservadores para impedir la revisión de los títulos de propiedad. Los políticos que capitalizaban la guerra desde el exilio habían repudiado públicamente las determinaciones drásticas del coronel Aurelio Buendía, pero hasta esa desautorización parecía tenerlo sin cuidado. No había vuelto a leer sus versos que ocupaban más de cinco tomos y que permanecían olvidados en el fondo del baúl. De hecho, o a la hora de la siesta, llamaba a la maca a una de sus mujeres y obtenía de ella una satisfacción rudimentaria y luego dormía con un sueño de piedra que no era perturbado por el más ligero indicio de preocupación. Sólo él sabía entonces que su aturdido corazón estaba condenado para siempre a la incertidumbre. A principio, embriagado por la gloria del regreso, por las victorias inverosímiles, se había asomado al abismo de la grandeza. Se complacía en mantener a la diestra al duque de Malboron, su gran maestro en las artes de la guerra, cuyo atuendo de pieles y uñas de tigre suscitaban el respeto de los adultos y el asombro de los niños. Fue entonces cuando decidió que ningún ser humano, ni siquiera Úrsula, se le aproximara a menos de tres metros. En el centro del círculo de Tiza que sus decanes trazaban dondequiera que él llegara y en el cual sólo él podía entrar, decidía con órdenes breves e inapelables el vecino del mundo. La primera vez que estuvo en Manaure, después del fusilamiento del general Moncada, se apresuró a cumplir la última voluntad de su víctima, y la viuda recibió los lentes, la medalla, el reloj y el anillo, pero no le permitió pasar de la puerta. No entre, coronel, le dijo. Usted mandará en su guerra, pero yo mando en mi casa. El coronel Aurelio Buendía no dio ninguna muestra de rencor, pero su espíritu sólo encontró el sosiego cuando su guardia personal saqueó y redujo a cenizas la casa de la viuda. Cuídate el corazón, Aurelio, le decía entonces el coronel Gerimeldo Márquez. Te estás pudriendo vivo. Por esa época convocó una segunda asamblea de los principales comandantes rebeldes. Encontró de todo, idealistas, ambiciosos, aventureros de sentidos sociales y hasta delincuentes comunes. Había, inclusive, un antiguo funcionario conservador, refugiado en la revuelta para escapar a un juicio por malversación de fondos. Muchos no sabían ni siquiera por qué peleaban. En medio de aquella muchedumbre abigrabada, cuyas diferencias de criterio estuvieron a punto de convocar una explosión interna, se destacaba una autoridad tenebrosa, el general Teofilo Vargas. Era un indio puro, montaraz, analfabeto, dotado de una malicia taciturna y una vocación mesiánica que suscitaba en sus hombres un fanatismo de mente. El coronel Aurelio Buendía promovió la reunión con el propósito de unificar el mando rebelde contra las maniobras de los políticos. El general Teofilo Vargas se adelantó a sus intenciones. En pocas horas desbarató la coalición de los comandantes mejor calificados y se apoderó del mando central. Es una fiera de cuidado, les dijo el coronel Aurelio Buendía a sus oficiales. Para nosotros ese hombre es más peligroso que el ministro de la guerra. Entonces un capitán muy joven, que siempre había distinguido por su timidez, levantó un índice cauteloso. Es muy simple, propuso, hay que matarlo. El coronel Aurelio Buendía no se alarmó por la frialdad de la preposición, sino por la forma en que se anticipó una fracción de segundo a su propio pensamiento. No esperen que yo dé esa orden, dijo. No la dio, en efecto. Pero quince días después el general Teofilo Vargas fue pedazado a machetazos en una emboscada y el coronel Aurelio Buendía asumió el mando central. La misma noche en que su autoridad fue reconocida por todos los comandantes rebeldes, despertó sobresaltado pidiendo a gritos una manta. Un frío interior que le rayaba los huesos y lo mortificaba, inclusive a pleno sol le impidió dormir bien varios meses. Hasta que se le convirtió en costumbre. La embriaguez del poder empezó a descomponerse en ráfagas de desazón. Buscando un remedio contra el frío, hizo fusilar al joven oficial que propuso el asesinato del general Teofilo Vargas. Sus órdenes se cumplían antes de ser impartidas. Aún antes de que él las concibiera y siempre llegaba mucho más lejos de donde él se hubiera atrevido a hacerlas llegar. Extraviado en la soledad de su inmenso poder, empezó a perder el rumbo. Le molestaba a la gente que lo aclamaba en los pueblos vecinos y le permanecía la misma que aclamaba el enemigo. Por todas partes se encontraba adolescentes que lo miraban con sus propios ojos, que hablaban con su propia voz, que los saludaban con la misma desconfianza con que él los saludaba a ellos y que decían ser sus hijos. Se sintió disperso, repetido y más solitario que nunca. Tuvo la convicción de que sus propios oficiales le mentían. Se peleó con el duque de Balborum, el mejor amigo, solía decir entonces, es el que acaba de morir. Se cansó de la incertidumbre, del círculo vicioso de aquella guerra eterna que siempre lo encontraba a él en el mismo lugar, solo que cada vez más viejo, más acabado, más sin saber por qué, ni cómo, ni hasta cuándo. Siempre había alguien fuera del círculo de Pisa, alguien a quien le hacía falta dinero, que tenía un hijo con tos ferina o que quería irse a dormir para siempre porque ya no podía soportar en la boca el sabor a mierda de la guerra y que sin embargo se cuadraba con sus últimas reservas de energía para informar. Todo normal, mi coronel, y la normalidad era precisamente lo más espantoso de aquella guerra infinita, que no pasaba nada. Solo abandonado por los presagios huyendo del frío que había de acompañarlo hasta la muerte, buscó un último refugio en Macondo al calor de sus recuerdos más antiguos. Era tan grave su desidia que nunca le anunciaron la llegada de una comisión de su partido autorizada para discutir la encrucijada de la guerra. Él se dio vuelta en la hamaca sin despertar por completo. Llevélos donde las putas, dijo. Eran seis abogados de levita y chistera que soportaban con un duro estoicismo el bravo sol de noviembre. Su Úrsula los hospedó en la casa. Se pasaban la mayor parte del día encerrados en el dormitorio en conceabulos herméticos y al anochecer pedían una escolta y un conjunto de acordeones y tomaban por su cuenta la tienda del catarino. No los molesten, ordenaba el coronel Aurelio Buendía. Al fin y al cabo yo sé lo que quieren. A principios de diciembre la entrevista largamente esperada, que muchos habían previsto como una discusión interminable, se resolvió en menos de una hora. En la calurosa sala de visitas, junto al espectro de la pianola armotajada con una sábana blanca, el coronel Aurelio Buendía no se sentó esta vez dentro del círculo de tiza que trazaron sus sedecantes. Ocupó una silla entre sus asesores políticos y envuelto en la manta de lana, escuchó en silencio las breves propuestas de los emisarios. Pedían, en primer término, renunciar a la revisión de los títulos de propiedad de la tierra para recuperar el apoyo de los terratenientes liberales. Pedían, en segundo término, renunciar a la lucha contra la influencia clerical para obtener el respaldo del pueblo católico. Pedían, por último, renunciar a las aspiraciones de igualdad de derecho entre los hijos naturales y los legítimos para preservar la integridad de los hogares. Quiere decir, sonrió el coronel Aurelio Buendía cuando terminó la lectura, que solo estamos luchando por el poder. Son reformas tácticas, replicó uno de los delegados. Por ahora, lo esencial es ensanchar la base popular de la guerra. Después veremos. Uno de los asesores políticos del coronel Aurelio Buendía se apresuró a intervenir. Es un contrasentido, dijo. Si estas reformas son buenas, quiere decir que es bueno el régimen conservador. Si con ellas logramos ensanchar la base popular de la guerra, como dicen ustedes, quiere decir que el régimen tiene una amplia base popular. Quiere decir en síntesis que durante casi 20 años hemos estado luchando contra los sentimientos de la nación. Iba a seguir, pero el coronel Aurelio Buendía lo interrumpió con una señal. No pierda el tiempo, doctor, dijo. Lo importante es que desde este momento solo luchamos por el poder. Sin dejar de sonreír, tomó los pliegos que le entregaron los delegados y se dispuso a firmar. Puesto que es así, concluyó, no tenemos ningún inconveniente en aceptar. Sus hombres se miraron consternados. Me perdona, coronel, dijo suavemente el coronel Gerinaldo Marquez, pero esto es una traición. El coronel Aurelio Buendía detuvo en el aire la pluma entintada y descargó sobre él todo el peso de su autoridad. Entréguenme sus armas, ordenó. El coronel Gerinaldo Marquez se detuvo y puso las armas en la mesa. Preséntese en el cuartel, le ordenó. El coronel Aurelio Buendía, quede usted a disposición de los tribunales revolucionarios. Luego firmó la declaración y entregó los pliegues a los emisarios diciéndoles. Señores, ahí tienen sus papeles, que les aprovechen. Dos días después, el general Gerinaldo Marquez, acusado de alta traición, fue condenado a muerte. Derrumbado en su hamaca, el coronel Aurelio Buendía fue insensible a las súplicas de clemencia. La víspera de la ejecución, desobedeciendo la orden de no molestarlo, Úrsula lo visitó en el dormitorio. Cerrada de negro, investida de una rara solemnidad, permaneció de pie los tres minutos de la entrevista. Sé que fusilarás a Gerinaldo, dijo serenamente, y no puedo hacer nada para impedirlo. Pero una cosa te advierto. Tan pronto cuando vea el cadáver, te lo juro por los huesos de mi padre y mi madre, por la memoria de José Arcadio Buendía, te lo juro ante Dios, y que te he de sacar de donde te metes y te mataré con mis propias manos. Antes de abandonar el cuarto, sin esperar ninguna réplica, concluyó. Es lo mismo que habría hecho si hubieran nacido con cola de puerco. Aquella noche interminable, mientras el coronel Gerinaldo Marqués emboca sus tardes muertas en el costurero de Amaranta, el coronel Aurelio Buendía rasguñó durante muchas horas tratando de romperla, la dura carcasa de su soledad. Sus únicos instantes felices desde la tarde remota a que su padre lo llevó a conocer el hielo había transcurrido en el taller de platería, donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro. Había tenido que promover treinta y dos guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad. Al amanecer estragado por la tormenta vigilada, apareció en el cuarto del cepo una hora antes de la ejecución. Terminó la farsa, compadre, le dijo el coronel Gerinaldo Marqués. Vámonos de aquí antes de que acaben de fusilarte los mosquitos. El coronel Gerinaldo Marqués no pudo reprimir el desprecio que le inspiraba aquella actitud. No, Aurelio, replicó, vale más estar muerto que verte convertido en un chafarote. No me verás, dijo el coronel Aurelio Buendía. Ponto los zapatos y ayúdame a terminar con esta guerra de mierda. Al decirlo, no imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla. Necesitó casi un año de rigor sanguinario para forzar al gobierno a proponer condiciones de paz favorables a los rebeldes, y otro año para persuadir a sus partidarios de la convicencia de aceptarlas. Llegó a inconcebibles extremos de crueldad para sofocar las rebeliones de sus propios oficiales, que se resistían a feriar la victoria y terminó apoyándose en fuerzas enemigas para acabar de someterlos. Nunca fue mejor guerrero que entonces. La servidumbre de que por fin peleaba de su propia liberación y no por ideales abstractos, por consignas que los políticos podían voltear al derecho y al revés, según las circunstancias, le infundió un entusiasmo enadecido. El coronel Gerinaldo Márquez, que luchó por el fracaso con tanta convicción y tanta lealtad como antes había luchado por el triunfo, le reprochaba su temeridad inútil. No te preocupes, sonreía él, morirse es mucho más difícil de lo que uno cree. En su caso era verdad, la seguridad de que su día estaba señalado lo invirtió de una inmunidad misteriosa, una inmortalidad a término fijo que lo hizo invulnerable a los riesgos de la guerra y le permitió finalmente conquistar una derrota que era mucho más difícil, mucho más sangrienta y costosa que la victoria. Era casi 20 años de guerra, el coronel Aurelio Buendía había estado muchas veces en la casa, pero el estado de urgencia en que llegaba siempre, el aparato militar que lo acompañaba a todas partes, el aurá de leyenda que adoraba su presencia y la cual no fue insensible ni la propia Úrsula, terminaron por convertirlo en un extraño. La última vez que estuvo en Macondo y tomó una casa para tres concubinas, no se le vio en la suya sino dos o tres veces. Cuando tuvo tiempo de aceptar invitaciones a comer, Remedios la Bella y los gemelos nacidos en plena guerra apenas sí lo conocían. Amaranta lograba conciliar la imagen del hermano que pasó la adolescencia fabricando pescaditos de oro con la del guerrero mítico que había interpuesto entre él y el resto de la humanidad una distancia de tres metros. Pero cuando se conoció la proximidad del armisticio y se pensó que él regresaba otra vez convertido en un ser humano, rescatado por fin para el corazón de los suyos, los efectos familiares aletargados por tanto tiempo renacieron con más fuerza que nunca. Al fin, dijo Úrsula, tendremos otra vez un hombre en la casa. Amaranta fue la primera en sospechar que lo habían perdido para siempre. Una semana antes del armisticio, cuando él entró a la casa sin escolta, precedido por dos ordenanzas descalzos que depositaron en el corredor los ásperos de la mula y el baúl de los versos, único saldo de su antiguo equipaje imperial, ella lo vio pasar frente al cosurero y lo llamó. El coronel Aurelio Buendía pareció tener dificultad para reconocerla. Soy Amaranta, dijo ella de buen humor. Feliz de su regreso y le mostró la mano con la venda negra. Mira, el coronel Aurelio Buendía le hizo la misma sonrisa de la primera vez que la vio con la venda la remota mañana en que volvió a Macondo sentenciado a muerte. ¡Qué horror! dijo. ¿Cómo se pasa el tiempo? El ejército regular tuvo que proteger la casa. Llegó vejado, escupido, acusado de haber recrudecido la guerra sólo para vender la máscara. Temblaba de fiebre y de frío y tenía otra vez las axilas empedradas de golondrinos. Seis meses antes, cuando oyó hablar del armisticio, Úrsula había abierto y barrido la alcoba nupcial y había quemado mirra en los rincones pensando que regresaría dispuesto a envejecer despacio entre las enhomecidas muñecas de remedios. Pero en realidad, en los últimos años, él le había pagado sus cuotas finales a la vida, inclusive la de envejecimiento. Al pasar frente al taller de platería que Úrsula había preparado con especial diligencia, ni siquiera advirtió que las llaves estaban puestas en el candado. No percibió los minúsculos y desgarradores destrozos que el tiempo había hecho en la casa y que después de una ausencia tan prolongada, habían parecido un desastre a cualquier hombre que conservaba vivos sus recuerdos. No le dolieron las peladuras del cal en las paredes, ni los sucios algodones de telarañas en los rincones, ni el polvo de las begonias ni las nervaduras del comején en las vigas, ni el musgo de los quicios, ni ninguna de las trampas indiciosas que le tenían la nostalgia. Se sentó en el corredor, envuelto en la manta y sin quitarse las botas, como esperando apenas que escampara, y permaneció toda la tarde viendo llover sobre las begonias. Úrsula comprendió entonces que no lo tendría en la casa por mucho tiempo. Si no es la guerra, pensó, solo puede ser la muerte. Fue una suposición tan nítida, tan convincente, que la identificó como un presagio. Esa noche en la cena, el supuesto Aurelio II desmigajó el pan con la mano derecha y tomó la sopa con la izquierda. Su hermano gemelo, el supuesto José Arcadio II, desmigajó el pan con la mano izquierda y tomó la sopa con la derecha. Era tan precisa la coordinación de sus movimientos que no parecían dos hermanos sentados el uno frente al otro, sino artificios de espejos. El espectáculo de los gemelos, había concebido desde que tuvieron conciencia de ser iguales, fue repetido en honor del recién llegado. Pero el coronel Aurelio Buendía no lo advirtió. Parecía tan ajeno a todo que ni siquiera se fijó en remedios la bella que pasó desnuda hacia el dormitorio. Úrsula fue la única que se atrevió a perturbar su atracción. Si has de irte otra vez, le dijo a mitad de la cena, por lo menos trata de recordar cómo éramos esa noche. Entonces el coronel Aurelio Buendía se dio cuenta sin asombro que Úrsula era el único ser humano que había logrado se entreñar su miseria y por primera vez en muchos años se atrevió a mirarla a la cara. Tenía la piel coarteada, los dientes carcomidos, el cabello marchito y sin color y la mirada atónita. La comparó con el recuerdo más antiguo que tenía de ella, la tarde en que él tuvo el presagio de que una olla de caldo hirviendo iba a caerse de la mesa y la encontró despedazada. En un instante descubrió los arañazos, los verdugos, las mataduras, las úlceras y las cicatrices que había dejado en ella más de medio siglo de vida cotidiana y comprobó que en estos estragos no suscitaba en él ni siquiera un sentimiento de piedad. Hizo entonces un último esfuerzo para buscar en su corazón el sitio donde se le habían podrido los afectos y no pudo encontrarlos. En otra época al menos experimentaba un confuso sentimiento de vergüenza cuando sorprendía en su propia piel el olor a Úrsula y más de una ocasión sintió sus pensamientos interferidos por el pensamiento de ella, pero todo eso había sido arrasado por la guerra. La propia Remedios, su esposa, era en aquel momento la imagen borrosa de alguien que pudo haber sido su hija. Las incontables mujeres que conoció en el desierto del amor y que dispersaron su simiente en todo el litoral no habían dejado rastro alguno en sus sentimientos. La mayoría de ellas entraban al cuarto en la oscuridad y se iba antes del alba y al día siguiente eran apenas un poco de tedio en la memoria corporal. El único afecto que prevalecía contra el tiempo y la guerra fue el que sintió por su hermano Aurelio Arcadio cuando ambos eran niños y estaban fundados en el amor sino en la complicidad. Perdone, se excusó ante la petición de Úrsula, es que esta guerra ha acabado con todo. En los días siguientes se ocupó de destruir todo rastro de su paso por el mundo, simplificó el taller de platería hasta solo dejar los objetos impersonales, regaló sus ropas a las ordenanzas y enterró sus armas en el patio con el mismo sentido de penitencia con que su padre enterró la lanza que dio muerte a Prudencio Aguilar. Solo conservó una pistola y con una sola bala. Úrsula no intervino, la única vez que lo disuadió fue cuando él estaba a punto de destruir el daguerrotipo de remedio que se conservaba en la sala, alumbrado por una lámpara eterna. Este retrato dejó de pertenecerte hace mucho tiempo, le dijo, es una reliquia de la familia. La víspera del armisticio cuando ya no quedaba en la casa un solo objeto que permitiera recordarlo llevó a la panadería el baúl con los versos en el momento en que Santa Sofía de la Piedad se preparaba para encender el horno. ¡Prendanlo con esto! le dijo él, entregándole el primer rollo de papeles amarillos. Arde mejor porque son cosas muy viejas. Santa Sofía de la Piedad, la silenciosa, la condescendiente, la que nunca contrario ni a sus propios hijos tuvo la impresión de que aquel era un acto prohibido. Son papeles importantes, dijo. Nada de eso, dijo el coronel, son cosas que se escriben para uno mismo. Entonces, dijo ella, quémelo usted mismo, coronel. No solo lo hizo, sino que despedazó el baúl con una hachuela y echó las astillas al fuego. Horas antes, Pilar Ternera había estado a visitarlo. Después de tantos años de no verla, el coronel Aurelio Buendía se asombró de cuánto había envejecido y engordado y de cuánto había perdido el esplendor de su sonrisa. Pero se asombró también de la profundidad que había logrado en la lectura de las barajas. Cuídate la boca, le dijo ella. Y él se preguntó si la otra vez que se lo dijo, en el apogeo de la gloria, no había sido una visión sorprendente anticipada de su destino. Poco después, cuando su médico personal acabó de extirparle los golondrinos, él le preguntó, sin demostrar un interés particular, cuál era el sitio exacto del corazón. El médico lo ocultó y le pintó luego un círculo en el pecho con un algodón sucio de yodo. El martes del armisticio amaneció tibio y lluvioso. El coronel Aurelio Buendía apareció en la cocina antes de las cinco y tomó su habitual café sin azúcar. Un día como este, viniste al mundo, le dijo Úrsula. Todos se asustaron con tus ojos abiertos. Él no le puso atención porque estaba pendiente de los apretos de tropa, los toques de corneta y las voces de mando que se tropeaban al alba. Aunque después de tantos años de guerra debían parecerle familiar, esta vez experimentó el mismo desaliento en las rodillas y el mismo cabrileo de la piel que había experimentado en su juventud en presencia de una mujer desnuda. Pensó confusamente, al fin capturado en una trampa de la nostalgia, que tal vez si hubiera casado con ella hubiera sido un hombre sin guerra y sin gloria, un artesano sin nombre, un animal feliz. Ese estremecimiento tardío que no figuraba en sus previsiones le amargó el desayuno. A las siete de la mañana, cuando el coronel Gerinaldo Marquez fue a buscarlo en compañía de un grupo de oficiales rebeldes, lo encontró más taciturno que nunca, más pensativo y solitario. Úrsula trató de echarle sobre los hombros una manta nueva. ¿Qué va a pensar el gobierno? le dijo. Se imaginarán que te has rendido porque ya no tenías ni con qué comprarte una manta, pero él no la aceptó. Ya en la puerta, viendo que seguía la lluvia, se dejó poner un viejo sombrero de fieltro de José Arcadio Buendía. Aurelio, le dijo entonces Úrsula, prométeme que si te encuentras por ahí con la mala hora, pensarás en tu madre. Él le hizo una sonrisa distante, levantó la mano con todos los dedos extendidos y sin decir una palabra abandonó la casa y se enfrentó a los gritos, vituperios, blasfemias que habían de perseguirlo hasta la salida de su vida. Nos pudriremos aquí adentro, pensó. Nos volveremos cenizas en esta casa sin hombres, pero no le daremos a este pueblo miserable el gusto de vernos llorar. Estuvo toda la mañana buscando un recuerdo de su hijo en los más secretos rincones y no pudo encontrarlo. Este acto se celebró a 20 kilómetros de Macondo, a la sombra de una ceiba gigantesca en torno a la cual había de fundarse más tarde el pueblo de Nerlandia. Los delegados del gobierno y los partidos y la comisión rebelde que entregó las armas fueron servidos por un bullicioso grupo de novicias de hábitos blancos, que parecían un revuelo de palomas asustadas por la lluvia. El coronel Aurelio Buendía llegó en una mula embarrada. Estaba sin afeitar, más atormentado por el dolor de los golondrinos que por el inmenso fracaso de sus sueños, pues había llegado al término de toda esperanza. Más allá de la gloria y de la nostalgia de la gloria, de acuerdo con lo dispuesto por él, no hubo música, ni cohetes, ni campanas de júbilo, ni víctores. Ninguna otra manifestación que pudiera alterar el carácter luctoroso del arte misticio. Un fotógrafo ambulante que tomó el mismo retrato suyo que hubiera podido conservarse, fue obligado a destruir las placas sin revelarlas. El acto duró apenas el tiempo indispensable para que se estamparan las firmas. En torno de la rústica mesa colocada en el centro de una remandada carpa de circo, donde se sentaron los delegados, estaban los últimos oficiales que permanecieron fieles al coronel Aurelio Buendía. Antes de tomar las firmas, el delegado personal del presidente de la república trató de leer en voz alta el acta de la rendición, pero el coronel Aurelio Buendía se opuso. No perdamos el tiempo en formalismo, dijo y se dispuso a firmar los pliegos sin leerlos. Uno de sus oficiales rompió entonces el silencio soporífero de la carpa. Coronel, dijo, háganos el favor de no ser el primero en firmar. El coronel Aureliano Buendía accedió. Cuando el documento dio la vuelta completa a la mesa en medio de un silencio tan nítido que habrían podido descifrarse las firmas por el garrapeo de la pluma en el papel, el primer lugar estaba todavía en blanco. El coronel Aurelio Buendía se dispuso a ocuparlo. Coronel, dijo entonces otro de sus oficiales, todavía tienes tiempo de quedar bien. Sin mutarse, el coronel Aurelio Buendía firmó la primera copia. No había acabado de firmar la última cuando aparece en la puerta de la carpa un coronel rebelde llevando en el cabezro una mula cargada con dos baúles. A pesar de su extrema juventud, tenía un aspecto árido y una expresión paciente. Era el tesorero de la revolución en la circuncipción de Macondo. Había hecho un penoso viaje de seis días arrastrando la mula muerta de hambre para llegar a tiempo al armisticio. Con una paristomia exasperante descargó los baúles, los abrió y fue poniendo en la mesa uno por uno 72 ladrillos de oro. Nadie recordaba la existencia de aquella fortuna. En el desorden del último año, cuando el mandato central saltó en pedazos y la revolución degeneró en una sangrienta rivalidad de cuadrillos. Era imposible determinar ninguna responsabilidad. El oro de la rebelión, fundido en bloques que luego fueron recubiertos de barro cocido, quedó fuera de todo control. El coronel Aurelio Buendía hizo incluir los 62 ladrillos de oro en el inventario de la redención y claustró el acto sin permitir discursos. El escuálido adolescente permaneció frente a él, mirándole a los ojos con sus serenos ojos color almíbar. ¿Algo más?, le preguntó el coronel Aurelio Buendía. El joven coronel apretó los dientes. Recibo, dijo. El coronel Aurelio Buendía se lo extendió de su puño y letra. Luego tomó un vaso de limonada y un pedazo de bizcocho que repartieron las novicias. Y se retiró a una tienda de campaña que le había preparado por si quería descansar. Allí se quitó la camisa y se sentó en el borde del catre. Y a las tres y cuarto de la tarde se disparó un tiro de pistola en el círculo de yodo que su médico personal le había pintado en el pecho. A esa hora en Macondo, Úrsula destapó la olla de la leche en el fogón. Extrañaba de que se demorara tanto para hervir y se le encontró llena de gusanos. —¡Han matado a Aurelio! —exclamó. Miró hacia el patio obedeciendo a una costumbre de su soledad y entonces vio a José Arcadio Buendía, empapado, triste de lluvia y mucho más viejo que cuando murió. —¡Lo han matado a traición! —precisó Úrsula. Y nadie le hizo la caridad de cerrarle los ojos. Al amanecer vio a través de las lágrimas los audos y luminosos discos aranjados que cruzaron el cielo como una exhalación y pensó que era una señal de la muerte. Estaba todavía bajo el castaño, sollozando en las rodillas de su esposo, cuando llevaron al coronel Aurelio Buendía envuelto en la manta acordanada de sangre seca y con los ojos abiertos de rabia. Estaba fuera de peligro. El proyectil siguió una trayectoria tan limpia que el médico le metió por el pecho y le sacó por la espalda un cordón empapado de yodo. —¡Esta es mi obra maestra! —le dijo satisfecho. Era el único punto por donde podía sacar una bala sin lastimar ningún centro vital. El coronel Aurelio Buendía se vio rodeado de novicias misericordiosas que entonaban salmos desesperados por el eterno descanso de su alma. Y entonces se arrepintió de no haberse dado el tiro en el paladar como lo tenía previsto, solo por burlar el pronóstico de Pilar Ternera. Si todavía me quedara autoridad, le dijo el doctor, lo haría fusilar sin fórmula de juicio. No por salvarme la vida, sino por hacerme quedar en ridículo. El fracaso de la muerte le devolvió en pocas horas el prestigio perdido. Los mismos que inventaron la patraña de que había vendido la guerra por un aposento cuyas paredes estaban construidas con ladrillos de oro, definieron la tentativa de suicidio como un acto de honor y lo proclamaron mártir. Luego, cuando rechazó la orden del mérito que le otorgó el presidente de la república, hasta sus más encarnizados rivales desfilaron por su cuarto pidiéndole que desconociera los términos del armisticio y promoviera una nueva guerra. La casa se llenó de regalos de desagravio, tardíamente impresionado por el respaldo masivo de sus antiguos compañeros de armas. El coronel Aurelio Buendía descartó la posibilidad de complacerlos. Al contrario, en cierto momento pareció tan entusiasmado con la idea de una nueva guerra que el coronel Gerinaldo Marquez pensó que solo esperaba un pretexto para proclamarla. El pretexto se le ofreció efectivamente cuando el presidente de la república se negó a asignar las pensiones de guerra a los antiguos combatientes liberales o conservadores, mientras cada expediente no fuera revisado por una comisión especial y a la ley de asignación aprobada por el congreso. Esto es un atropello, tronó el coronel Aurelio Buendía. Se morirán de viejos esperando el correo. Abandonó por primera vez el mecedor que Úrsula le compró para la convalencia y dando vueltas en la alcoba dictó un mensaje terminante para el presidente de la república. En este telegrama, que nunca fue publicado, denuncia la primera violación del tratado de Neerlandia y amenazaba con proclamar la guerra a muerte si la asignación de las pensiones no era resuelta en el término de 15 días. Era tan justa su actitud que permitía esperar inclusive la adición de los antiguos combatientes conservadores. Pero la única respuesta del gobierno fue el esfuerzo de la guardia militar que se había puesto en la puerta de la casa con el pretexto de protegerla y la prohibición de toda clase de visitas. Medidas similares se adoptaron en todo el país como otros caudillos de cuidado. Fue una operación tan oportuna, drástica y eficaz que dos meses después del armisticio, cuando el coronel Aurelio Buendía fue dado de alta, sus instigadores más decididos estaban muertos o expatriados, o habían sido asimilados para siempre por la administración pública. El coronel Aurelio Buendía abandonó el cuarto en diciembre y le bastó con echar una mirada al corredor para no volver a pensar en la guerra. Con una vitalidad que parecía imposible a sus años, Úrsula había vuelto a rejuvenecer la casa. Ahora van a ver quién soy yo, dijo cuando supo que su hijo viviría. No habrá una casa mejor ni más abierta a todo el mundo que esta casa de locos. La hizo lavar y pintar, cambió los muebles, restauró el jardín y sembró flores nuevas. Y abrió puertas y ventanas para que entrara hasta los dormitorios la deslumbrante claridad del verano. Decretó el término de los numerosos lujos superpuestos y ella misma cambió los viejos trajes rigurosos por ropas juveniles. La música de la pianola volvió a alegrar la casa. Al oírla, Amaranta se acordó de Pietro Crespi, de su galmería crepúscula y su olor a lavanta. En el fondo de su marchito corazón floreció un rencor limpio purificado por el tiempo. Una tarde en que trataba de poner orden en la sala, Úrsula pidió ayuda a los soldados que custodiaban la casa. El joven comandante de la guardia les concedió el permiso. Poco a poco, Úrsula les fue asignando nuevas tareas. Los invitaba a comer, les regalaba ropa y zapatos y les enseñaba a leer y escribir. Cuando el gobierno suspendió la vigilancia, uno de ellos se quedó viviendo en la casa y estuvo a su servicio por muchos años. El día de Año Nuevo enloqueció por los desaires de Remedios La Bella. El joven comandante de la guardia amaneció muerto de amor junto a su ventana. Años después, en su lecho de agonía, Aureliano II había de recordar la lluviosa tarde de junio en que entró en el dormitorio a conocer a su primer hijo. Aunque era lánguido y llorón, sin ningún rasgo de un buen día, no tuvo que pensar dos veces para ponerle nombre. Se llamará José Arcadio, dijo. Fernanda del Carpio, la hermosa mujer con quien se había casado el año anterior, estuvo de acuerdo. En cambio, Úrsula no pudo ocultar un vago sentimiento de zozobra. En la larga historia de la familia, la tenaz repetición de los nombres le había permitido sacar conclusiones que le parecían terminantes. Mientras los aurelianos eran retraídos pero de mentalidad lúcida, los José Acarpio eran impulsivos y emprendedores, pero estaban marcados por un signo trágico. Los últimos casos de clasificación imposible eran los de José Arcadio II y Aureliano II. Fueron tan parecidos y traviesos durante la infancia que ni la propia Santa Sofía de la Piedad podía distinguirlos. El día del bautismo, Amaranta les puso esclavas con sus respectivos nombres y los vistió con ropas de colores distintos marcadas con las iniciales de cada uno. Pero cuando empezaron a asistir a la escuela, optaron por cambiarse la ropa y las esclavas y por llamarse ellos mismos con los nombres cruzados. El maestro Melchor Escalona acostumbraba a conocer a José Acardio II por la camisa verde. Perdió los estrigos cuando descubrió que éste tenía la esclava de Aureliano II y que el otro desea llamarse, sin embargo, Aureliano II, a pesar de que tenía la camisa blanca y la esclava marcada con el nombre de José Acardio II. Desde entonces no se sabía con certeza quién era quién. Aun cuando crecieron y la vida los hizo diferente, Úrsula seguía preguntándose si ellos mismos no habrían cometido un error en algún momento de su intrincado juego de confusiones y habrían quedado cambiados para siempre. Hasta el principio de la adolescencia fueron dos mecanismos sincrónicos.

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