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A man named Mr. Wobbler is approached by a Lama who requests a computer to be used in a monastery. The Lama explains that they have been working on a project for the past 300 years to compile a list of all possible names of God. The computer will help them generate and print these names. The Lama believes that once they have completed the list, God's purpose will be fulfilled and the world will come to an end. George, who is working on the project with the monks, is concerned about the potential consequences if the project fails. Los nueve billones de nombres de Dios de Arthur C. Clarke Esta es una petición algo desacostumbrada, dijo el señor Wobbler. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido una computadora de estas características para un monasterio. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su monasterio haya aplicaciones como estas. ¿Podría explicarme qué intenta hacer con ella? Con mucho gusto, contestó el lama. Su computadora puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras y más. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras y no en números. Cuando haya sido modificado en aspectos de circuitería, la máquina va a imprimir palabras y no columnas con cifras numéricas. No, no acabo de comprender. Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos. De hecho, desde que se fundó nuestro monasterio. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras yo le explico todo esto. Naturalmente, sí, por supuesto, naturalmente. En realidad es muy sencillo. Hemos estado recopilando una lista que contenga todos los posibles nombres del creador, los posibles nombres de Dios. ¿Qué quiere decir? Tenemos motivos para creer que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras, en un alfabeto que hemos ideado. ¿Y han estado haciendo esto durante trescientos, trescientos años? Sí, suponíamos que nos costaría alrededor de unos quince mil años completos de trabajo. Ah, ya veo, ya veo. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras magníficas computadoras, pero ¿cuál es exactamente la finalidad de este proyecto? El lama vaciló durante una fracción de segundos y Wobner se preguntó si lo había ofendido. Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias. Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen son Dios, Jehová, Alá, Yahvé y muchos otros, pero solo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad que no me propongo discutir, pero en algún lugar, entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer, están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras hemos intentado elaborar una lista con todas esas posibles combinaciones, encontrar todos esos posibles nombres. Ah, ya comprendo, o sea, han empezado con, por ejemplo, a, a, a, a, y a continuación con la zeta y así repetitivamente hasta lograr todas las combinaciones. Exactamente. Aunque nosotros utilizamos un alfabeto especialmente propio. Modificando los últimos electromagnéticos de las letras se arregla todo. Y esto es muy fácil de hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar un circuito para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar más de tres veces consecutivas. ¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos. Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo en explicar por qué, aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje. Estoy seguro de ello, dijo Gogner apresuradamente. Por favor, siga. Por supuesto, será cosa sencilla adaptar esta computadora de secuencia automática a ese trabajo, puesto que una vez que ha sido programada adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado 15.000 años se podrá hacer en 100 días aproximadamente. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún límite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El cliente siempre tiene la razón. No hay duda, replicó el doctor, de que podamos modificar este computador para que pueda imprimir la lista de los potenciales nombres que encuentre. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya me preocupa un poco más. Llegar hasta el Tíbet en los tiempos actuales no va a ser algo tan fácil. Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse el avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su máquina. Si usted lo puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde ese país. ¿Y quieren contratar también a nuestros ingenieros? Sí, por supuesto. Para los tres meses que se supone que más o menos va a durar este proyecto. No dudo de que nuestra sección de personal proporcionará las mejores personas idóneas. El doctor Buckner hizo una anotación en la biblioteca que tenía sobre la mesa. Hay otras dos cuestiones. Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de papel. Esto es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático. Oh, gracias. Parece ser adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que vaciló en mencionarla, pero es sorprendente la frecuencia con que, lo obvio, se pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tienen ustedes? Es un generador diésel que proporciona 50 kilovatios. Fue instalado hace unos 5 años y funciona muy bien. Hace la vida era el monasterio más, un poco más cómoda, pero desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los altavoces que emiten las regalias. Desde luego, admitió el doctor Buckner, debía haberlo imaginado. La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad de aquel abismo, ni por la visión remota de los campos del valle semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento, y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado en averiguar. Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamás. El proyecto Shangri-La, como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el computador estaba produciendo acres y acres de hojas de papel cubiertas con distintas combinaciones de letras. Pacientemente, inexorablemente, la computadora había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían de las máquinas, de las impresoras, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una semana más, y con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras. Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y que el Gran Lama, o quien ellos llamaban San Yaseh, aunque no se le merecía en absoluto, anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente hasta el año dos mil sesenta de la era cristiana. Eran capaces de una cosa así. George oyó que la pesada puesta de madera se cerraba de golpe con el viento, al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan populares entre los monjes que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor. Podían estar locos, pero no eran tontos. —Escucha, George —dijo Chuck con urgencia—, he sabido algo que puede significar un disgusto. ¿Qué sucede? ¿No funciona bien la máquina? Esta era la peor contingencia que George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso y no había nada más horrible. No, no, no, no es nada de eso. Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era habitual en él porque normalmente le daba miedo al abismo. Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto. ¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos. Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer, pero no sabíamos por qué. Es la cosa más loca. —Eso ya lo tengo muy oído —dijo George. —Pero el viejo me acaba de hablar con calidad. ¿Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas? Pues bien, esta vez parecía bastante excitado, o por lo menos más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije que estábamos en el último ciclo me preguntó si yo había pensado alguna vez en lo que intentábamos hacer. Yo dije que me gustaría saberlo, y entonces me lo explicó. Sigue, sigue. El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres y admiten que hay unos nueve billones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada, y no tendrá sentido alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia. Entonces, ¿qué esperan? ¿Que hagamos suicidarnos? No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone en acción, acaba todas las cosas y listo. Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del mundo. Jack dejó escapar una risa nerviosa. Esto es exactamente lo que le dije a Sam, y ¿sabes qué ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez de clase, y dijo, no se trata de nada tan trivial como eso. George estuvo pensando durante unos momentos. Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto, dijo después. Pero, ¿qué supone que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos. Estos monjes están locos. Sí, pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y no ocurre lo que ellos esperan, sea lo que sea, nos pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que al estar utilizando, ¿no? Esa situación no me gusta ni un poco. Mmm, comprendo, sí, sí, comprendo, dijo George lentamente. Has dicho algo de interés, pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era chiquillo allá en mi ciudad, teníamos a un predicador algo loco que una vez dijo que el fin del mundo llegaría un domingo, el domingo siguiente. Centenares de personas le creyeron y algunos hasta vendieron sus propias casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar. Simplemente decidieron que el predicador había cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen todavía en eso. Bueno, pero esto no es tu casa, este no es nuestro país. Por si aún no te has dado cuenta, nosotros no somos más que dos y monjes los hay por centenares aquí. Yo les tengo aprecio y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso, pero de todos modos me gustaría estar algo lejos de acá. Esto lo he estado deseando yo durante semanas, pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para llevarnos lejos. Claro que, dijo Shaq pensativamente, siempre podríamos probar con un ligero sabotaje. ¿Eso empeoraría las cosas? No. Míralo así. Funcionando las 24 horas del día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a partir de hoy. El transporte llega dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión, algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglamos, desde luego, pero no demasiado a prisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre queda impreso en el registro. Para entonces ya no nos podrán culpar de nada. No me gusta la idea, dijo Josh. Sería la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No, no, no, no, no, no. Me quedaré y aceptaré lo que venga. Siete días más tarde, mientras los pequeños pero resistentes burritos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por estos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tonto que han sido. Me pregunto cómo se la va a tomar este monje, Sam. Es curioso, replicó Chad, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso, claro que para él ya no hay ningún después. George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el silo crepuscular. Aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un plazo atlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el computador. ¿Cuánto tiempo lo seguirán compartiendo? Se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes la computadora llevados por el furor y la desesperación? ¿O se van a limitar a quedarse tranquilos y empezarán de nuevo a hacer sus cálculos? Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo momento. El gran lama, o Sam, como le decían ellos, y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes principiantes las sacaban de las máquinas y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el de las impresoras, porque el computador era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares y millares de cálculos por segundo. Allí está, gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle. ¿Verdad que es hermoso? Ciertamente lo era, pensó George. El viejo y abollado DC-3 estaba en el final de la pista. Un avión bastante antiguo, como una menuda cruz de platas. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el pensamiento le llenase la mente mientras el burro avanzaba pacientemente pendiente abajo. La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les venía encima. Afortunadamente el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro, sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su última preocupación. Se puso cansado, pero lo dejó al cabo de un instante. El vasto escenario de las montañas brillando por todas partes, como fantasmas, blancuzcos, encapuchados, no animaba a esta expansión. De pronto George consultó su reloj. —Estaremos allí dentro de una hora —dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió— me pregunto si la computadora habrá terminado ya su trabajo. Estaba calculando todo para esta hora. Chuck no contestó. Así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck. Era un óvalo blanco vuelto hacia el cielo. —¡Mira! —susurró Chuck. George alzó la vista hacia el espacio. —Siempre hay una última vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción las estrellas se estaban apagando. Subtítulos realizados por la comunidad de Amara.org

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