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The speaker describes sitting next to a skeptical woman while Barack speaks to a crowd. The speaker reflects on their own experiences in their neighborhood and family, and how Barack's message of hope extends beyond their own understanding. They realize that it is one thing to escape a difficult situation, but another to create lasting change in that place. La mujer copulenta que estaba sentada a mi lado no se molestaba en ocultar su escepticismo mientras mecía a un niño pequeño sobre su orilla. Inspeccionaba a Barack alzando el mentón y sacando el labio inferior, como si dijese, ¿Quién eres tú? para decirnos lo que tenemos que hacer. Sin embargo, no le preocupaba, como tampoco él había preocupado nunca tener lo cualquiera en contra a él. Al fin y al cabo, era un unicornio, marcado por su peculiar nombre, sus particulares orígenes, su complicada adscripción racial, la ausencia de su padre y su mente privilegiada. Estaba acostumbrado a tener que demostrar su valía allá adonde fuese. La idea que estaba exponiendo no era fácil de vender, ni tenía por qué serlo para él. Roseland había recibido un golpe tras otro, desde el éxodo de las familias blancas hasta el hundimiento de la industria del acero, pasando por la degradación de su sistema escolar o el auge del negocio de la droga. Barack me había contado que, como activista que había trabajado en comunidades urbanas, había tenido que hacer frente muy a menudo a las desconfianzas de la gente, en particular de los negros, un sinismo fruto de una sucesión de mil pequeñas decepciones. Yo lo entendía. Lo había visto en mi propio barrio, en mi propia familia, la amagura, la desesperanza. Lo veía en mis dos abuelos como consecuencia de la frustración de todos sus objetivos, de todas las renuncias que se habían visto obligados a hacer. En la agobiada profesora de segundo curso, que prácticamente había desistido de enseñarnos nada en Bryn Mawr. En la vecina que había dejado de cortar su césped, o se había resignado, o no saber a dónde iban sus hijos después de clase. En cada desecho que alguien dejaba caer despreocupadamente sobre la hierba de nuestro parque local. Y en cada trago de whisky que alguien bebía antes de anochecer. En todos y cada una de esas gestiones que considerábamos imposibles de arreglar, incluidos nosotros mismos. Varag no hablaba a la gente de Roseland con condescendencia y tampoco estaba intentando congraciarse con ellos, obviando su posición de privilegio y sobreactuando en su papel de negro. Frente a los temores y las frustraciones de los parroquianos, su situación de imaginación y de paralizante impotencia, Varag tenía la osadía de señalar en la dirección opuesta. Nunca había dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre los aspectos más desmoralizadores de ser afroamericana. Me habían educado para que pensase en positivo. Me había absorbido en el amor de mi familia y la determinación de mis padres debemos triunfar. Me había estado junto a Santita Jackson en las manifestaciones de Operation Push, escuchando a su padre mientras instaba a los negros a recuperar el orgullo. Mi impulso me había llevado siempre a ver más allá de mi barrio, a mirar hacia delante y tratar de superar los obstáculos. Y yo lo había conseguido. Me había obtenido dos títulos de la Ivy League. Me había hecho unos huecos en Sidney y Austin. Mis padres y mis abuelos se enorgullecían de mí. Con todo, al escuchar a Varag, empecé a entender que su visión de la esperanza iba mucho más allá que la mía. Me di cuenta de que una cosa era lograr salir de un lugar complicado y otra muy distinta conseguir que el lugar en sí dejase siendo complicado.