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The speaker confesses to being extremely nervous and denies being crazy. He describes his obsession with an old man's eye and his plan to kill him. He recounts how he carefully entered the old man's room every night for a week, shining a light on the eye, but always finding it closed. On the eighth night, the old man wakes up and the speaker remains still. The heartbeat of the old man grows louder and the speaker finally kills him. He dismembers the body and hides it under the floorboards. When the police come to investigate a neighbor's report, the speaker remains calm and confident, even sitting on the floorboards where the body is hidden. However, as the police continue to talk, the speaker becomes overwhelmed by the sound of the old man's heartbeat and confesses to the crime. Debo confesar que soy nervioso. Muy, muy nervioso. Tremendamente nervioso. Lo he sido siempre y lo sigo siendo. Pero, ¿por qué os empeñáis en decir que estoy loco? La enfermedad había abusado mis sentidos, pero no los había destruido ni embotado. Sobre todo tenía un oído agudísimo. Oía todas las cosas del cielo y de la tierra, e incluso las cosas del infierno. ¿Cómo pues puedo estar loco? Escuchad y observad con cuánta cordura y con cuánta calma puedo contaros toda la historia. Es imposible decir cómo entró de primeras la idea en mi cerebro, pero una vez concebida me persiguió día y noche. Motivo no lo había. Pasión no la había tampoco. Yo quería al viejo. Nunca me había hecho mal. Ni me había insultado. Su oro no lo codiciaba yo. Creo que era su ojo. Sí, eso era. Tenía un ojo de buitre. Un ojo azul, pálido, con una catarata en él. Siempre que se fijaba en mí se me lavaba la sangre. Y así, gradual, muy gradualmente, decidí quitar la vida al viejo. Y de esa manera librarme de aquel ojo para siempre. Ahora viene el kid. Me creeréis loco, pero los locos no tienen idea de nada. En cambio, deberíais haberme visto a mí. Deberíais haber visto cuán sabiamente procedí. Con qué precaución, con qué cautela, con qué disimulo, puse manos a la obra. Nunca estuve más amable con el viejo que durante la semana anterior a su muerte. Y cada noche, a esos de las doce, giraba el picaporte de su cuerpo y la abría. ¡Ah, con qué suavidad! Y luego, cuando la había abierto lo suficiente para pasar la cabeza, metía una linterna sorda, tapada, toda tapada, para que no se escapase ni un rayo de luz. Y luego introducía la cabeza. ¡Ah, os habríais reído viendo cuán hábilmente la introducía! La movía lenta, muy lentamente, para no turbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora pasar la cabeza entera, por el resquicio, hasta poder verla extendida en la cama. ¡Ja! ¿Acaso un loco podría haber actuado con tanta prudencia? Y luego, cuando tenía bien asomada la cabeza, en la habitación destapaba la linterna, cuidadosamente. ¡Ah, con qué cuidado! La destapaba justo lo necesario, para que sólo un tenue rayo de luz cayera sobre el ojo de Buitre. Y esto lo hice siete largas noches, justo a las doce, todas ellas. Pero siempre encontré cerrado el ojo, y así era imposible realizar mi propósito. Porque no era el viejo el que me exasperaba, sino su mal de ojo. Y todas las mañanas, cuando despuntaba el día, entraba despreocupadamente en la habitación, y le hablaba con naturalidad, llamándole por su nombre, en tono cordial, y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya veis, pues, que tendría que haber sido un viejo muy listo para sospechar que todas las noches, a las doce en punto, yo le observaba mientras dormía. A la octava noche, puse mayor precaución que de costumbre en abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve más deprisa que lo que se movía entonces mi mano. Nunca hasta esa noche había sentido la magnitud de mi propio poder. Mi sagacidad apenas podía reprimir mi sensación de tiempo. Pensar que yo estaba allí, abriendo la puerta, poco a poco, y que él ni siquiera soñaba con mi secreta sanctidad y pensamiento. Reí entre dientes ante aquella idea, y quizás me oyó, porque se revolvió de pronto en la cama, como si se sobresaltara. Ahora pensaréis que me retiré. Pues no, su habitación estaba negra, como boca de lobo, de densas que eran las tinieblas. Yo sabía, por lo tanto, que él no podía ver el resquicio de la puerta, y continué empujándole, poco a poco, poco a poco. Tenía ya la cabeza dentro, estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló sobre el cierre de metal, y el viejo se incorporó de un salto en la cama, gritando, ¿Quién anda allí? Permanecí completamente inmóvil, sin decir nada. Durante una hora entera no moví ni un solo músculo, y en ese tiempo no oí que volviera a acostarse. Continuaba sentado en la cama. Luego percibí un gemido, y supe que era un quejido, de quien expresa de terror mortal. No era un gemido de dolor o aflicción. ¡Oh, no! Era un sonido quieto y ahogado, que sale del fondo de un alma abrumada de espacio. Yo lo conocía perfectamente. Muchas noches, al filo de las doce, cuando todo el mundo dormía, había brotado en mi pecho, intensificando con su pavoroso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía perfectamente. Sabía lo que el viejo estaba sintiendo, y me compadecía de él, aunque la risa me llegase al corazón. Sabía que él continuaba despierto a raíz del primer léverculo, cuando se dio la vuelta de la cama, y desde entonces sus temores habían ido en continuo aumento. Había estado diciéndose a sí mismo, no es más que el viento en la chimenea, o tan solo un ratón que ha corrido por el suelo. También pudo decirse, es simplemente un trillo que ha dejado escapar un chirrido. Sí, había estado probando a darse ánimos con estas suposiciones, pero todo era en vano, todo en vano, porque la muerte, al aproximárselo, había proyectado su gran sombra en él, envolviendo en ella a la víctima, y era la influencia fúnebre de la sombra invisible la que le hacía sentir, aunque no viera ni oyera, sentí, sí, la presencia de mi cabeza dentro de la habitación. Cuando hube esperando largo rato, con la mayor paciencia, sin oír que se echara de nuevo, resolví abrir una pequeña, muy pequeña, rendija en la linterna. Así lo hice, no os imagináis cuán furtivamente, con cuanta suavidad, hasta que al fin un único rayo de luz, tenu, como un hilo de telaraño, salió por la abertura y fue a caerle lleno sobre el ojo de Willy. Estaba abierto, abierto por completo, y al mirarlo me enfurecí. Lo vi con perfecta nitidez, todo el azul mate, cubierto con un repugnante velo que me lava hasta la misma médula de sus huesos. Pero no alcanzaba a ver nada más de la cara ni el cuerpo del viejo. Y es que había dirigido el rayo de luz, como por instinto, exactamente sobre el maldito punto. No os he dicho que lo que tomáis por locura no es sino hiperestesia de los sentidos, pues os aseguro que me llevó a los oídos un sonido que, sordo y bobo, como de un reloj envuelto en algodón, también conocía perfectamente ese sonido. Era el latir del corazón del viejo. Exitó mi furia, como el redoblar del tambor excita el valor del soldado. Pero aún así me reprimí y continué inmóvil. Apenas respiraba. Sostenía la linterna sin moverla. Probé a ver cuán firmemente podía mantener el rayo de luz sobre el ojo. Mientras tanto, el infernal palpitar del corazón aumentaba. A cada instante se aceleraba y se intensificaba su sonido. El terror del viejo tenía que ser tremendo. El palpitar se hacía más y más sonoro a cada momento. ¿Comprendéis? Ya os he dicho que soy nervioso. Sí que lo soy. Y ahora, en la quietud máxima de la noche, en medio del lúgubre silencio de la vieja casa, un ruido tan extraño como aquel me excitaba. Hasta un terror incontrolable. No obstante, durante algunos minutos más me reprimí y permanecí quieto. Pero el latir se hacía más sonoro, más sonoro. El sonido aquel lo iba a oír algún vecino. La vía ha llegado al viejo, su última hora. Con un penetrante al herido, abrí toda la linterna y me precipité en la habitación. Él gritó una vez, una sola vez. En un santiamén le arrojé al suelo y volqué sobre él la besada capa. Durante unos minutos el corazón siguió latiendo, con un sonido ahogado, pero ya no me irritaba. Aquello no podía oírse a través de las paredes. Al fin cesó. El viejo estaba muerto, completamente muerto. Puse la mano sobre su corazón, manteniéndola allí muchos minutos. No había pulsación. Estaba completamente muerto. Su ojo no volvería a atormentarme. Si aún pensáis que estoy loco, cambiaréis de opinión cuando os describa las sabias precauciones que tomé para esconder el cuerpo. La noche declinaba y trabajé con prisas, pero en silencio. Lo primero que hice fue desmembrar el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas. Luego saqué tres tablas de la tarima de la habitación y deposité todo entre los ristreles. Luego volví a colocar las tablas con tanta habilidad que ningún ojo humano, ni siquiera el suyo, hubiese podido descubrir normalidad alguna. Nada había que lavar, ninguna mancha ni huellas de sangre en absoluto. Había sido yo demasiado precavido para eso. Todo había ido a parar a la bañera. Cuando puse fin a estas labores, eran ya las cuatro de la madrugada y la oscuridad era tan profunda como a medianoche. Cuando una campana del reloj dio la hora, llamaron a la puerta de la casa. Bajé a abrir con ánimo confiado. Pues, ¿qué podía temer ya? Entraron tres hombres que se presentaron muy cortesmente como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche y, sospechando que hubiera podido ocurrir algo malo, habían presentado una denuncia en la delegación de policía y ellos venían a practicar un registro en la vivienda. Sonreí. Pues, ¿qué podía temer? Dí la bienvenida a los caballeros. El grito. Les dije que lo había lanzado yo mismo, soñando. Les expliqué también que el viejo estaba ausente. De viaje, por la comarca. Conduje a mis visitantes por toda la casa y les invité a que la registraran. A que la registraran bien. Les llevé, por fin, a la alcoba de él. Les mostré sus tesoros, protegidos, intactos. En el entusiasmo de mi confianza, traje sillas a la habitación y les rogué que descansaran allí de sus fatigas, mientras yo, con la desenfrenada audacia de mi triunfo perfecto, colocaba mi propio asiento sobre el mismo lugar bajo el que se hallaba el cadáver de la víctima. Los agentes se dieron por satisfechos. Mi actitud les había convencido. Les sentía singularmente a gusto. Se sentaron y, mientras yo les respondía con jovialidad, charlaron de cosas familiares. Pero, al poco rato, me sentí palidecer y decía que se fue. Me dolía la cabeza y sentía un repiqueteo en los oídos, pero ellos aún seguían allí, sentados y charlando. El repiqueteo se hacía más claro, persistía y se hacía más claro. Yo hablaba con más verbosidad para librarme de aquella sensación, pero ésta continuaba y se volvía más precisa, hasta que, al fin, descubrí que el ruido no nacía en mis oídos, sin duda. Entonces me puse muy palido, pero hablaba con mayor fluidez y en tono más alto. No obstante, el sonido crecía. ¿Pero qué podía hacer yo? Era un sonido quieto, sordo y vivo, muy semejante al que produce un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba y, sin embargo, los agentes no lo oían aún. Hablaba más deprisa, más vehemente, pero el ruido crecía sin cesar. Me levanté y hablé de tonterías en voz alta y con violenta gesticulación, pero el ruido crecía sin cesar. ¿Por qué no querrían marcharse? Comencé a andar de un lado para otro de la habitación, a grandes y pesados trancos, como exasperado por las observaciones de los visitantes, pero el ruido crecía sin cesar. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer? Echaba espumarajos, desvariaba, maldecía, balanceaba la silla en la que estaba sentado y la hacía rechinar contra las tablas, pero el ruido se imponía a todo y aumentaba sin cesar. Se hacía más fuerte, más fuerte, más fuerte, y los hombres continuaban charlando, las enteramente, y sonreían. ¿Sería posible que no oyeran nada? ¡Dios todopoderoso! ¡No, no! ¡Oían! ¡Sospechaban! ¡Sabían! ¡Se estaban burlando de mi horror! Así lo creí, y así lo creí. Pero cualquier cosa era mejor que aquella agonía. Cualquier cosa era más soportable que aquella burla. No podía aguantar por más tiempo aquellas hipócritas sonrisas. Comprendí que tenía que gritar o morir, y ahora, otra vez, escuchar. Más fuerte, más fuerte, más fuerte. ¡Miserables! Chillé. Dejad de disimular, lo confieso todo. Arrancad las tablas. Aquí, aquí, es el ladrillo de su odioso corazón.